Hace ocho años, en octubre del 2008, el mundo se terminó. Al menos el mundo que conocíamos en esa época. Y todo fue porque el precio del petróleo se desplomó.
Desde mediados del 2005, el país había empezado a armar un castillo de naipes, una construcción tremendamente deleznable que se basaba en que el gobierno gaste a manos llenas todo lo que podía gastar.
Y el castillito de naipes creció con especial fuerza desde el 2008, cuando el precio del petróleo llegó a niveles récord. Para complicar las cosas, cuando el precio del barril sube bastante, el Ecuador se convierte en un “buen sujeto de crédito”, los mercados financieros nos empiezan a ofrecer préstamos y nuestros políticos son incapaces de resistirse a la tentación de recibir plata prestada y gastarla a manos llenas.
Endeudarse es lo mejor que puede pasarle a un gobierno populista: poder gastar sin cobrar impuestos. Ya pagarán otras generaciones lo que gasta hoy.
Pero todo, absolutamente todo, se apoyaba en el alto precio del petróleo, tanto que cuando cayó hace ocho años, todo el espejismo de prosperidad también colapsó.
Entre 2006 y 2014, la economía creció en más de 4% anual, desde el 2015 en adelante, no hay crecimiento. El mundo, al como lo conocíamos en el 2014, terminó en ese momento.
Otro hubiera sido el destino del país si hubiéramos ahorrado en los años de abundancia, si no hubiéramos gastado tanto, si no nos hubiéramos endeudado tanto, si no nos hubiéramos gastado hasta el último centavo de los pocos ahorros que teníamos.
En ese mundo ideal, no habríamos sobrecalentado la economía, no habríamos encarecido al Ecuador y no se habrían robado tanta plata por la corrupción que se genera cuando el presidente grita “gasten todo lo que pueda, sea como sea”. En ese mundo ideal, no nos habríamos farreado el boom petrolero.