La decisión de utilizar el hermoso y caro edificio de Unasur en Pomasqui -que lleva años sin uso- me trajo viejos recuerdos. Los gobernantes de los doce Estados sudamericanos y caribeños, reunidos en la isla Margarita de Venezuela, decidieron el 16 de abril del 2007 -atentos los antecedentes del Cuzco, Brasilia y Cochabamba- crear la “Unión de Naciones Suramericanas” (Unasur), como instrumento del desarrollo social, económico, político y humano de los pueblos de la región y señalar a Quito como su sede.
Y a las cuatro de la madrugada de ese día, por la llamada telefónica de la agencia de noticias EFE desde Madrid, que buscaba una entrevista, me enteré de que había sido elegido Secretario General de Unasur.
Integracionista convencido, acepté el alto honor y la responsabilidad de presidir la Secretaría Ejecutiva Permanente de la nueva entidad porque creía que mucho se podía hacer desde esa función internacional para impulsar el proceso de integración económica y política regional, adelantar la cooperación Sur-Sur, corregir las asimetrías de la globalización, proteger a nuestra América de las presiones geopolíticas y geoeconómicas de las corporaciones transnacionales de escala planetaria decididas a ejercer el “imperialismo” del futuro, priorizar la articulación de proyectos de desarrollo social y, en fin, afrontar las condiciones de la postguerra fría e impulsar el desarrollo humano, social y económico de nuestros países.
Tan pronto como recibí la honrosa propuesta formulé el proyecto de estatuto fundacional de Unasur, con definición de sus objetivos, órganos y competencias, y lo hice llegar a los jefes de Estado y de gobierno. En él se subsumían en una institución, de escala regional, todas las entidades integracionistas existentes a fin de avanzar de la integración subcontinental -a cargo de la Comunidad Andina de Naciones (CAN) y del Mercado Común del Sur (Mercosur)- hacia la integración continental sudamericana, con base en los logros y frustraciones de los sistemas subregionales.
Pero pronto verifiqué que los gobiernos de la región no estaban dispuestos a hacerlo y que iban a crear un nueva entidad burocrática inútil, rodeada de la misma retórica espumosa y llena de acrobacias verbales, de las que por medio siglo han envuelto a los proyectos de integración. Y entonces me vi en el penoso trance de renunciar a la Secretaría General de Unasur.
Y es que no veía otro camino para alcanzar los objetivos de desarrollo y paz en la América del Sur y para potenciar su inserción en el mundo internacional implacablemente competitivo de la posguerra fría, que forjar una institución eficaz, austera y operativa, capaz de afrontar el reto de avanzar de lo subregional a lo regional en materia de integración.