El célebre filósofo de la historia alemán Oswald Spengler predijo en los años 20 que, después de haber llegado a su mayor esplendor, la cultura de Occidente estaba en el declive y había entrado en el proceso irremediable de su decadencia.
Pero la revolución digital se ha encargado de desmentir a Spengler. Occidente es hoy la avanzada científica, tecnológica, política, económica y militar del mundo. Triunfó en la “guerra fría”, promueve la sociedad del conocimiento, monopoliza la educación técnica de alto nivel, maneja los mercados mundiales, mantiene la hegemonía en las comunicaciones internacionales, domina el sistema bancario internacional, es dueño de las divisas más fuertes, impera en el espacio sideral y en la industria aeroespacial, es dueño del lenguaje digital —produce 4 de las 5 palabras y 4 de las 5 imágenes de las comunicaciones planetarias—, ha modelado una forma de sociedad que tiende a volverse universal y es el depositario de los secretos de la revolución genética del futuro.
Hay una “occidentalización” de la cultura universal que se manifiesta no sólo en las altas y sofisticadas expresiones de la tecnología sino también en la forma de organizar la sociedad, su economía, costumbres, pautas de consumo, modos de vestir y muchos otros elementos de la vida cotidiana. Y las que están en camino de eclipsarse son las viejas culturas de Oriente a pesar de sus hondas raíces en la historia.
Hay una creciente “occidentalización” de los pueblos orientales, que han adoptado formas de vida, costumbres, pautas de consumo e, incluso, modos de vestir que no son los suyos. Esto obedece a la globalización de las comunicaciones por satélite —con su irresistible fuerza de inoculación de valores y desvalores culturales—, que hace posible que los mismos programas de televisión satelital se vean igual en un departamento en Nueva York que en una carpa de beduinos en el desierto o en una choza del altiplano andino.
Y la corriente de aculturación seguirá su curso a menos que las sociedades orientales y los pueblos de las otras culturas se aislen, extirpen la televisión satelital, supriman el turismo y renuncien a los avances tecnológicos, como pretenden los fundamentalistas islámicos. O hagan lo que los soldados talibanes afganos en julio de 1998: incursionar en las tiendas de artefactos electrónicos de la ciudad de Kabul y destruir todos los televisores y magnetófonos porque “las películas y la música llevan a la corrupción moral”, según afirmó el “Ministerio de la Promoción de la Virtud y de la Lucha contra el Vicio”. Operación que fue acompañada por la prohibición de poseer aparatos de televisión —que es un delito sancionado por la “inquisición islámica” del siglo XXI— y por la prohibición de que las mujeres trabajen o estudien y de que los hombres se corten la barba o usen ropa occidental.