Todos los años, desde el primero de la Era Cristiana, buena parte de la humanidad recuerda que ese 24 de diciembre nació en Nazaret de Galilea (en el actual Estado de Israel), un niñito al que sus padres pusieron el nombre de Jesús (el niñito Jesusito de mi pueblo). Ya de adulto se le vio predicando el amor al prójimo, el perdón de los pecados y la vida eterna. Se le fue conociendo como ‘el Cristo’, el Profeta, se le atribuían portentos y prodigios. Fue quien, látigo en mano, arrojó del Templo a fariseos y mercaderes. Le seguían multitudes. Era el Mesías prometido, el que vendría, por fin, a liberar a su pueblo de tanta servidumbre y vasallaje. Concitó la ira de la poderosa clase sacerdotal judía. El Cónsul romano de Jerusalén se vio obligado a decretar la pena de muerte a Jesús, el Rabí de Galilea. Murió crucificado. En su agonía estuvo acompañado por María, su madre; el apóstol Santiago y por María Magdalena a la que en su famoso cuadro “La última cena”, Leonardo da Vinci la colocó a la izquierda del Maestro, en el lado del corazón. El Cristo, el que murió crucificado, resucitó al tercer día. Los apóstoles le vieron y oyeron su ultimo mensaje: la vida eterna para los hombres de buena voluntad.
Me atrae sobremanera situarle a Jesús en el seno de una familia normal, humana, ‘cristiana’ digamos. El padre, sostén de los suyos; La madre, cálida, serena, refugio de su pequeña tribu; los hijos (¡!). Flabio Josefo, historiador judío romano del siglo I de la Era Cristiana, se refiere a Jacobo como hermano de Jesús.
Todo tan humano, tan natural: la familia de Jesús, su amor por María Magdalena. Debieron pesar buenas razones para que en los textos católicos ni por mal pensamiento se mencione lo que queda dicho. En alguna medida resultan ser textos inhumanos. A lo que si puede llegarse por los caminos de la fe es que ese hombre bueno que fue Jesús de Nazaret subió a los cielos a reintegrarse con dios, el Creador del universo, esa energía inicial, y que resucita con cada hombre bueno que viene al mundo.
Como van las cosas en el mundo desarrollado se ve más cercano el final de la Era Cristiana. A nadie se le escapa que estamos en los albores de la Revolución de la Ciencia en la que creencias, mitos y convicciones, hoy vigentes serán cosas del pasado. En la historia del hombre sobre la tierra nada de que sorprenderse. Del Neolítico, digamos, a los inicios de la Era Cristiana y de ahí a nuestros días, un vendaval que apunta a horizontes cada vez mas lejanos. Todo quedará atrás.
¡Y nuestro niño Jesús? Yo le veo encarnado en un científico empeñado en que nuestro planetita azul no se precipite en un agujero negro. Me duele creer que será cosa del pasado mi advocación por la Dolorosa del Colegio. Me horroriza pensar que los adelantos científicos supongan limitaciones al libre albedrío.