Todo empezó con unos trazos firmes que definieron su silueta ante los ojos de un pueblo cansado, indignado, ardido hasta la médula después de haber escuchado tantas promesas incumplidas durante todos esos años en los que se habían repetido de manera constante los mismos fenómenos: frustración, crisis, corrupción, derrocamientos, ascensos, nuevas promesas, renovados desengaños…
Las primeras líneas lo mostraban como un personaje interesante, novedoso, dueño de un pasado personal que lucía incuestionable, limpio y fresco, sobre todo cuando se lo exponía frente a esa porqueriza que habían dejado varios antecesores.
Conforme se fue definiendo su silueta, un halo oscuro, enorme, empezaba a proyectarse a su alrededor de manera casi imperceptible. Unos pocos advirtieron aquel contorno siniestro y dieron la voz de alerta, pero nadie les hizo caso. En la línea inmediata del horizonte estaba claro que se necesitaba un cambio, y esa figura parecía que había arribado hasta allí para encarnarlo.
En poco tiempo el boceto dejaría de ser tal. Quizá le faltaban unas cuantas pinceladas, unas líneas aquí y otras allá, pero pronto estaría listo. Era evidente que tenía todo a su alcance para convertirse en alguien trascendente, e inclusive para pasar a la historia como uno de esos seres que son consignados en libros y colgados en paredes cuando se han convertido en artífices de los cambios verdaderos, de las auténticas revoluciones.
Aquella imagen empezó a copar todos los espacios. Pero entonces alguien notó que sus manos se deformaban como si pretendieran agarrar todo lo que tenían a su alcance. La posición de sus brazos y la postura del cuerpo habían cambiado también y ahora parecía que quería arrasarlo todo, abarcarlo todo.
El gesto tampoco era el mismo, se había vuelto ceñudo, severo, agresivo, como si buscara humillar y atemorizar a los que no le rendían pleitesía o le contemplaban con ojo crítico. Claramente, se desdibujaba. Su rostro reflejaba unas arrugas profundas que le daban un aire de amargura, y en las comisuras de la boca se le quedaron marcadas unas muecas retorcidas que no disimulaban la ira que lo invadía.
Los ojos, que antes eran objeto de admiración y encantamiento, se convirtieron en dos llamas centelleantes, temibles. Alguien había dicho también que a esa imagen, de tan real, solo le faltaba hablar, y en efecto, habló, pero aquellas palabras que al principio convencían, seducían y conmovían, se transformaron en un torbellino de agravios, mentiras y amenazas.
Ese que era su vivo retrato se arruinó tanto que, visto de cerca o de lejos, solo se notaba una mancha deforme sujeta a las más insólitas interpretaciones de la poca gente que aún lo seguía, como aquella de que tenía el aspecto de un cóndor viejo que yacía en su nido sobre lo alto de un risco, o la del ave fénix desplumada que se hundía en un fangal en medio de un aguacero.
Hasta que alguien zanjó la discusión diciendo, solo es un garabato, y se dio vuelta, displicente.