No sé qué pasará esta noche en EL COMERCIO, pero, hasta ahora el debate político, a caballo de las elecciones, ha sido muy pobre. Hemos asistido casi siempre a entrevistas (yo pregunto, tú respondes), algo muy lejos de un verdadero debate, confrontativo e iluminador.
Yo sigo, erre que erre, con el tema ético y agradezco la Carta Pastoral de los Obispos, pues siento que su gran desafío es transmitir los valores de la ética y de la justicia social a los futuros tomadores de decisiones. Es evidente que las élites políticas y económicas de América Latina no han desarrollado suficientemente una conciencia ética responsable en cuanto a la erradicación de la pobreza y a la distribución de la riqueza. Una de las grandes tareas de la política latinoamericana sigue siendo la reducción de la brecha entre ricos y pobres, el crecimiento con equidad, el desarrollo de una economía social y solidaria, la promoción de una educación liberadora y de calidad…
Nuestros políticos y administradores públicos tendrían que comprender qué significa el desarrollo integral de las personas y de los pueblos, en momentos en que el “buen vivir” corre el riesgo de ser reducido a una cierta calidad de vida en función del consumo. Lo de “revolucionarios” y “ciudadanos” queda opacado por la categoría de “consumidores”. Frente a ello, no está de más que insistamos en el valor del desarrollo integral: la dignidad de las personas, el bien común, la cultura, la educación, la calidad de los servicios públicos, la armonía de la vida personal.
En este momento, la gran tentación es pensar que todo vale con tal de ganar plata, gozar de una parcela de poder o, simplemente, estar bien… Piensen en los temas de corrupción. No se trata sólo del gusto por el dinero, ni de que el arca esté abierta. Quien mueve la mano es la conciencia. Y es la conciencia la que hay que formar.
En el baratillo de las ofertas todo el mundo cuantifica lo que quita y lo que pone, hasta el punto de pensar que, en el futuro inmediato, gobierne quien gobierne, ataremos los perros con longanizas. No será así y lo sabe cualquiera. Para la ética cristiana lo más importante no es la plata, ni el poder, ni el placer, sino la persona y, preferentemente, el hombre pobre y abandonado, el descartado y oprimido por los poderes de este pícaro mundo. ¿Serán los pobres, una vez más, los grandes excluidos?
Cuando a la Iglesia se le niega la posibilidad de que cuestione semejantes cosas y ponga el dedo en la llaga, tendríamos que preguntarnos qué es lo que realmente se está negando. Quizá no sólo su derecho, sino el mismo sentido crítico de su cuestionamiento.
Cualquier régimen político tendrá que ser juzgado desde la ética. Por eso todos los tiempos han sido y serán difíciles para ejercer el profetismo. Pero todos los tiempos serán buenos para luchar por un mundo justo, equitativo e incluyente. En eso estamos.