Vamos año y medio de desmontaje del montaje de la década de la llamada revolución ciudadana y todo indica que, en los que resta a este gobierno, lo máximo que podrá hacer es evidenciar algunas falacias, desnudar algunas corruptelas, examinar sobreprecios en obras y transparentar las cifras para comprobar que los mendigos sentados en los sacos de oro siguen siendo mendigos (ya sin sacos de oro), a pesar de las concesiones mineras y petroleras entregadas al tun tun. Pero poco más.
En la misma tónica del gobierno anterior —de marcar la agenda de medios con una noticia a la semana— llevamos meses a cuenta de un escándalo semanal (pero sin sabatina) que hace parte de la primera plana y que se olvida al rato. Un día es Odebrecht; al otro, el caso Balda; la semana que sigue, las denuncias de diezmos en la Asamblea o las nuevas investigaciones sobre el 30 S. Cada semana, un caso auditado por Contraloría del que salen sapos y culebras. Cada semana un algo de que hablar como quien sigue el entretenido capítulo de una telenovela. Pero, en resumidas cuentas, el país sigue sin agenda, sin posibilidad de construir, sin propuestas de futuro, sin oportunidades para los jóvenes, en un laberinto sin salida.
Mientras aquellos que fueron apartados del gobierno anterior se han arrimado a este bailando al son del “quítate tu, pa’ ponerme yo” y mientras algunos militantes aún se despellejan, se sacan los ojos con sus feroces garras, otros, que se dicen de izquierdas, discuten sobre si este gobierno es el retorno del neoliberalismo, como si el neoliberalismo se hubiera ido alguna vez. Dicen que estamos de piernas abiertas entregados al imperialismo, como si alguna vez hubiésemos dejado de estar de piernas abiertas entregados a cualquiera que nos de préstamos para alguna obra magna.
Más de lo mismo. El país sigue sin agenda. No se ve por ningún lado nada que implique un cambio de modelo. No se avizoran nuevos liderazgos. Se acercan las seccionales y el panorama no es muy distinto al de los antiguos cacicazgos. El país no se recompone: sigue siendo el país bananero ingobernable en el que nadie está dispuesto a ceder un mínimo para mejorar la situación, un país en el que las élites no están dispuestas a sacrificar nada, un país con una deuda social inmensa, un país en el que además, los carteles ya han llegado a los cuarteles y en el que cosas turbias están pasando, como el secuestro de niños por parte de bandas armadas.
Mientras el Gobierno sigue desmontando el complejo aparato burocrático que se creó y muestra, por razón o por venganza, las debilidades del anterior, parece que la oposición (o la oposición de la oposición) no está cumpliendo su tarea porque, en el fondo, las preguntas de qué país queremos y qué condiciones de vida estamos creando tienen como respuesta, el silencio.