Hace poco, en un programa de opinión internacional de esos que desaparecieron de nuestras pantallas en la época de la década saqueada, se debatía acerca del daño que el populismo, de todo signo, ha infringido a los países latinoamericanos. Se ponían interesantes ejemplos que demuestran como la tozudez tercermundista ha llevado a que, en poco más de media centuria, mientras algunos países alcanzaron estándares cercanos a los que disfrutan las poblaciones de los países desarrollados, por acá hemos transitado en franco retroceso. Quizá el caso más patético sea el argentino. A inicios de la década del 60, el PIB por habitante superaba casi en 7 veces al que registraba Corea del Sur. Hoy en día los surcoreanos registran un ingreso per cápita 2,7 superior al país latinoamericano y la producción del país asiático se encuentra cerca de triplicar a la que se obtiene en la tierra de José de San Martín. En los días actuales esta diferencia se hace evidente en los niveles de educación que reciben los jóvenes de uno y otro país, lo que se traduce en el número cada vez más elevado de estudiantes surcoreanos que ingresan a las mejores universidades del mundo. El país que un día fue referente del progreso latinoamericano, que produjo gran número de científicos, literatos y que gozaba de un estupendo estándar de vida ya no es más un modelo a seguir. Décadas de descomposición política lo han llevado a que sus barriadas sean similares a las de cualquier otro país pobre de Latinoamérica y que parte de su clase dirigente siga insistiendo en proclamas que sólo generan pobreza.
Mientras buena parte de países asiáticos se enfocaron en impulsar sus economías a través de programas que se dedicaban a atraer inversiones, en suelo latinoamericano salvo escasas excepciones se ha hostigado al que busca emprender. El resultado a lo largo de los años es evidente. A la otra orilla del Pacífico existe un mundo en ebullición que se ha convertido en un émbolo del crecimiento mundial. Por acá, gran parte de la población latinoamericana es admiradora de un experimento que luego de 60 años realiza el tercer cambio de mando parcial en favor de un personaje, cuyo mayor mérito ha sido ser un alumno aplicado de las tesis totalitarias que anularon libertades y pauperizaron a la población.
Ecuador no se escapa a ese comportamiento anacrónico. Se encuentra extendida entre gran parte de su población la idea que todo lo que proviene de la modernidad es parte de la nefasta experiencia que buscan implantar los países desarrollados. Por eso prevalecen los discursos facilistas y engañosos que terminan en la práctica en estruendosos fracasos. Es momento que las élites del país busquen ciertos acuerdos mínimos, que permitan que poco a poco nos alejemos de esas proclamas seudo intelectuales de parroquia y enfrentemos los retos que tenemos a la vista, con una mentalidad moderna y abiertos a lo que en este momento sucede en el globo. Si no lo hacemos y continuamos en esta inercia sólo lograremos aumentar los problemas, condenando a generaciones enteras a la frustración y el fracaso.