Fin del primer acto. Ha sido una etapa gris en la que la Nación conoció la mayor concentración de poder que registra la historia y el uso del mismo para intentar consolidar un proyecto hegemónico absoluto. Este período culmina de manera idéntica a la que caracterizó su comienzo: denostando al que se atrevió a criticar, agrediendo verbalmente al que no compartía la visión oficial, inundando de epítetos a los que no han coincidido con las proclamas gobiernistas. Si se dice que se trabajó en favor de un grupo de ecuatorianos fue porque se pone acento en que se atacó a otros, a aquellos que según el discurso imperante fueron los causantes de la tragedia ecuatoriana. Desde las filas contrarias, en cambio, se menciona que lo único que definió a este período es el derroche y malgasto de los fondos públicos. Se obtuvieron adhesiones a través de un clientelismo desaforado que sirvió para consolidar el espacio político que se conquistó pero aquello no vino aparejado de una transformación que ponga las bases de un verdadero estado moderno.
Se apaleó a la institucionalidad, la que se la acomodó a los requerimientos del régimen, llenando organismos claves en el funcionamiento del aparato estatal con personas cuya principal carta de presentación se fincó en su adhesión al proyecto político. La trayectoria, los méritos de muchos que participaron en concursos de poco sirvieron si los procesos de selección estaban dirigidos a ciertos participantes de los que se sabía con anticipación que resultarían ganadores antes ni de que se arrancasen los mismos. Así queda una estructura con piezas claves designadas en el período que culmina y que, necesariamente, deberán tener una acción protagónica en las semanas siguientes.
Se habla que se inicia un nuevo período con diferente estilo pero probablemente eso no será suficiente. El país está fracturado y no solo se requiere un discurso conciliador, que en si es bueno, sino que se deberán dar muestras claras que lo que se busca es realmente caminar por la senda de los consensos, evitando la visión única, más aún si se tiene en cuenta que la mitad del país no comparte la forma en que se dirigió la nación en esta última década.
Empezará otro acto y el país se encuentra a la expectativa de lo que le deparará esta nueva etapa. Hay varios de los mismos actores pero, sin duda, la impronta que impregne el director de la obra será decisiva. De eso depende que exista una reconciliación nacional en torno a un propósito que tenga como objetivo común el desarrollo íntegro de la Nación y la reinstitucionalización del Estado, con el fin de crear oportunidades de las que hoy carecen la mayoría de habitantes. Eso solo se logrará si se otorgan certezas, tanto en lo económico como en lo jurídico, que los intereses nacionales están por encima de cualquier devaneo político. La oportunidad que se encuentra en manos del nuevo gobernante es única y el país entero está pendiente por conocer el camino que elija. Lo único cierto por el momento es que no hay margen para las equivocaciones.