Existen las víctimas de la violencia, ellas sí verdaderas víctimas. Pero se están multiplicando quienes se consideran víctimas de persecución política, porque después de cometer alguna embarrada la autoridad les cae encima para pedirles cuentas, si es que se las pide. Estos son los personajes que a menudo le salen al país con el cuento de que son víctimas de la persecución del Gobierno, de la justicia. Y no faltan los que al ser detenidos por manejar borrachos también se declaren víctimas y envalentonados le digan al policía: “¿Acaso no sabe quién soy?”.
El tablero nacional está lleno de personajes políticos y de antiguos funcionarios que intentan tapar así su mala conducta. Y da la casualidad de que casi todas estas “víctimas” son del mismo partido y reman a favor del mismo jefe: Álvaro Uribe, expresidente de Colombia y ahora senador de la República.
Antonio Caballero escribe en Semana: “No es por ser uribistas que la justicia persigue a tantos uribistas, sino porque muchos uribistas son proclives a delinquir”.
Yo me inclinaría a pensar que más proclive a delinquir es el jefe de los uribistas, que los propios uribistas, porque es el jefe quien induce a sus seguidores a ponerle conejo a la justicia. Tiene tanta fuerza, tanto poder de convicción y domina de tal manera a su gente, que personas rectas, buenas, honorables han terminado enredadas en actos no solo irregulares, sino dolosos, todo por obedecer sus órdenes y por alentar y satisfacer su insaciable ambición de poder.
En tan obsecuente actitud también cuenta el temor de quedarle mal al amo y ganarse su peligrosa enemistad, que no tiene límites, ni atenuantes. Y esto lo puede demostrar a diario nadie menos que el Presidente de la República, quien después de ser aliado de Uribe, de ser su ministro de Defensa y de haber fundado en su nombre el partido de ‘la U’, cayó en desgracia porque no quiso convertirse en su marioneta. Por eso, los trinos de Uribe contra Santos no tienen pausa. Lo ataca por lo que dice, o no dice, por lo que hace o deja de hacer.
El poder corruptor de Uribe se demostró cuando buscó su reelección. Por darle ese gusto, pecaron por cohecho el ministro Sabas Pretel, hábil comerciante y pésimo político, y el ministro Diego Palacio.
Hoy se agita el caso de María del Pilar Hurtado, exdirectora del DAS, quien, antes de caer en ese foco de corrupción, fue eficiente funcionaria. Pero el gobierno de Uribe la cogió por su cuenta y la exprimió. Lo malo es que ella se dejó exprimir. Pero, sabrá Dios cómo sería ese acoso para caer, con tan buenos antecedentes, en el delito de chuzar contradictores políticos del jefe, magistrados y periodistas.
Disentir es un derecho y en una democracia es una necesidad. Pero el disentimiento transformado en odio es un peligro. Pues no está de por medio el bien del país, sino el malvado deseo de ver fracasar a J. M. Santos, aunque “mueran Sansón y todos sus filisteos”.