El viernes se presentó en Madrid la 23ª. edición del Diccionario de la lengua española: el adorable y temible y siempre útil y siempre infamado DRAE, que ya circula por las calles de nuestro idioma, tan variado y tan rico, a ambos lados del mar. Así que ya está aquí y allá este libro sin fin que es al mismo tiempo un tesoro y un cementerio, dicha y castigo, un encuentro y un desencuentro. Porque cada quien, como ocurre también con el espejo, tiene el diccionario que se merece.
El español es, además, una lengua agitada y vital, como suelen serlo todas, o casi todas, aun aquellas a las que muchos llaman ‘lenguas muertas’ y que todavía conservan el alma de lo que fueron, de lo que son. Basta con invocarlas de nuevo al soplar sus brasas, sus palabras, para que todo el universo que yace en ellas vuelva a arder otra vez, como quien atiza el fuego. Porque eso también son las lenguas, antiguas o nuevas: concepciones del mundo, maneras de ser y de pensar. La memoria y la cultura.
Solo que la nuestra, el español –o el castellano, como también la llaman muchos–, está hecha de miles y miles de hablantes y de voces que la usan y la manosean a diario: más de 495 millones de personas que en Barcelona o en Lima, en Cali o en Boca Ratón, en el mundo entero, se entienden con ella y por ella, o tratan de hacerlo, o creen hacerlo. Todas con una lengua común que las une y las separa, las dos cosas, y que es tan múltiple y variada como las sangres y las razas y las gargantas que la pueblan.
Los autores de la lengua española somos todos nosotros, todos los días, y la Academia tiene la ingrata tarea notarial de ir detrás recogiendo el reguero, siempre con un pie en la calle y el otro en los libros. Diciendo qué se puede decir y qué no, aunque al final cada quien dice lo que se le da la gana y como se le da la gana (son las 12 de la noche, ya es mañana), y el uso manda y frente a la sabiduría del barrio y la cantina no hay norma que valga.
En este nuevo diccionario los medios han celebrado la inclusión de muchas palabras que hacía tiempo se merecían que la Academia las sacara a vivir: 5 000 nuevas voces entre las que están ‘serendipia’, ‘culamen’, ‘tuitear’, ‘papichulo’, ‘amigovio’, ‘teletrabajo’, ‘hacker’, ‘tableta’, ‘wifi’, ‘frikis’, ‘espanglish’, ‘bloguero’, ‘chat’, ‘sunami’, ‘identikit’, ‘digitalizar’, ‘lonchera’ y la siniestra y ya incontenible ‘empoderar’.
Casi nadie ha despedido con honores, sin embargo, a las 1 350 palabras que desde la semana pasada fueron jubiladas del diccionario corriente, y que ahora caminan, recién llegadas, mirando alrededor con nostalgia y fascinación, por esa especie de parque para retirados que es el Nuevo diccionario histórico del español. Un parque y un paraíso al que entran, por ejemplo, ‘boleador’ y una hermosa palabra que estuvo desde el diccionario de 1737: ‘sagrativamente’, que quiere decir con misterio.
Sagrativamente las palabras que fuimos y que somos.Las que llegan, las que se van. Y basta soplarlas –decirlas– para que vuelvan aarder.