Día tras día, a través de todos los medios habituales, pero especialmente en toda la extensión de las redes sociales, el mundo entero ha seguido paso a paso la evolución del estado de salud de la enfermera española que fue alcanzada por el ébola mientras prodigaba sus cuidados a la población africana. Pocas veces se ha visto que tantos miles de personas hayan dedicado tantas horas a la desgracia de un solo ser humano: en medio de las noticias deprimentes que hablan de muerte y destrucción en los desiertos asiáticos y en Oriente Medio, muestras de solidaridad como las que ha concitado la enfermera española nos llenan de entusiasmo y nos permiten recobrar la esperanza en la vigencia de los valores
No obstante, ¿quién se ha preocupado del sufrimiento de los habitantes de Liberia, Sierra Leona y Guinea? ¿Quién se ha estremecido de angustia pensando que la devastación del mal está diezmando aldeas y ciudades y tronchando vidas de niños, de jóvenes, de viejos? Sí, es verdad que en forma coincidente varios jefes de Estado se han reunido en Europa y en América respondiendo a las tardías convocatorias de organismos supranacionales, con el objeto de acordar los medios que pueden arbitrarse para evitar que la mortal enfermedad llegue a extenderse a sus propios territorios.
Es verdad que los europeos han asignado fondos para ese fin, aunque no deja de ser significativo que, según ha dicho la Organización Mundial de la Salud, todavía lo asignado no será suficiente: hay que preguntarse si hubieran hecho lo mismo en caso de no encontrarse amenazados.
Además, es cierto que el Gobierno de Cuba, al margen de las decisiones que adopte la Alba, no ha decidido enviar dinero, porque no lo tiene, pero sí un nutrido contingente de médicos para colaborar en el terreno con el combate a la enfermedad, y en este caso, sí, es probable que hubiera hecho lo mismo aun si no se sintiera en peligro, por la simple razón de que hacerlo es un golpe de efecto en el complejo cuadro de las relaciones políticas internacionales.
Mientras tanto, en las redes sociales hay alivio: la señora Romero está ya fuera de peligro y la única preocupación que subsiste es la de saber qué efecto podrá causarle (o le ha causado ya) encontrar su casa revuelta por las fumigaciones que allí se han hecho, y sobre todo, cómo podrá afectarle descubrir que su perrito ha tenido que ser sacrificado… ¿Qué pueden importar frente a eso los casi cinco mil muertos africanos, si solo se trata de negritos?
El sufrimiento de una persona es más tangible, casi palpable, y cualquiera puede ponerse en el lugar de los allegados de una mujer enferma. Cuatro mil quinientos o cinco mil muertos, en cambio, solo son cifras, y ya estamos habituados al engañoso lenguaje de las estadísticas. Después de todo, la solidaridad que empezó a entusiasmarnos ha demostrado no ser más que una novelería publicitaria, muy propia de nuestro tiempo de frivolidades pasajeras.