El argumento central de la reforma tributaria contra el patrimonio de personas, familias y empresas, es el “pecado de la acumulación”. Yo diría, el error de la previsión, del ahorro, de la inversión. El pecado de no haberse gastado los ingresos, de haber renunciado al penoso papel de consumidor, y de haber creído, de buena fe, que había que pensar en los hijos, en los nietos, y de haber entendido que la familia no es solamente una palabra, una evocación romántica, sino el punto de partida de la economía libre, el núcleo social sin el cual ni la comunidad ni el Estado son posibles.
El problema es que sin acumulación de riqueza no hay progreso, no hay inversión, y tampoco hay libertad, porque lo único que asegura un grado razonable de autonomía de las personas frente el poder, es la propiedad privada; sin ella, la dependencia de la burocracia, del empleo público y de las jefaturas, será inescapable y asegurará la obediencia y el silencio. En eso consiste el “sabio cerrojo” del poder.
Las herencias proceden de la “mala palabra” de la acumulación, y esta es la tesis que se vende para justificar sistemas tributarios excesivos y, en algunos casos, confiscatorios de los patrimonios privados.
Lo que no se dice es que la acumulación –que no es explotación como sostienen tesis fracasadas- es la base de la formación de capitales.
Lo que no se dice es que la acumulación proviene del ahorro, de la previsión, del esfuerzo, del sacrificio de gente libre y responsable.
Lo que no se dice es que sin esa “perversa acumulación”, no hay empresa, no hay empleo, y tampoco hay tributos.
Lo que ahora se propone es, además, tremendamente injusto e inaceptable, porque recaerá en personas que creyeron en el país, y que dejaron por acá sus patrimonios, y que, pese a todas las incertidumbres y estrépitos políticos, tercamente, insistieron en hacer empresa y construir casa, en generar empleo, en sostener jubilados, en pagar impuestos, en soportar la contaminación, en asumir la inseguridad, en apostar a la “patria”.
El tema, pues, excede de lo económico e invade el ámbito ético, el de las ilusiones, y rompe, no solo el espinazo de un sistema, como se plantea. Lo que es más grave, rompe la fe, afirma el desencanto, mata los proyectos, salvo, por cierto, los de gastar, porque ahorrar para los hijos es un error.
Unas preguntas: ¿votó el país alguna vez por el socialismo, votó por la condena a la inversión y por la sanción a la herencia? ¿Cuándo votamos por todo eso? Y si no votamos por semejantes tesis, será legítima una ley de tal índole?
Sí recuerdo que la gente votó porque el régimen tributario no sea confiscatorio, y porque sea equitativo, irretroactivo y transparente. Por eso sí votaron los ciudadanos al aprobar la Constitución.