Hace más de 80 años, José Ortega y Gasset advirtió que el fenómeno del “lleno” estaba transformando radicalmente a la cultura, alterando los comportamientos, derogando a las instituciones e inaugurando una sociedad de masas frente a la cual ni la República, ni la democracia estaban preparadas.
“La rebelión de las masas” es un libro capital para entender al siglo XX y al XXI, y es una pista sustancial para interpretar la decadencia de la forma de vida que caracterizó al Occidente desde los tiempos de la Ilustración.
Vivimos la plenitud de la sociedad de masas. La calles están llenas, las nuevas avenidas pronto se saturan, los espectáculos están abarrotados, los supermercados y los parques repletos no dan abasto, crece sin freno la demanda de vehículos, prospera la clase media y exige toda suerte de servicios. Las ciudades son hormigueros humanos que se expanden sin pausa. Lo que hasta hace poco fueron pacíficos vecindarios o puro campo, se han convertido en condominios que alojan a multitudes.
El anonimato invade barrios y urbanizaciones. La agresividad es el signo de los tiempos, y la indolencia frente a los bienes públicos es la marca de la decadencia de la civilidad que caracteriza a la conducta predominante. La prisa impera, el retraso y la angustia son parte el drama de cada día.
Pese a tantas evidencias de la catastrófica transformación que vivimos, casi nadie repara seriamente en que estamos frente a una verdadera revolución que está acabando con el bienestar, la cultura y la poca intimidad que le queda a la gente.
La sociedad de masas finalmente dará al traste con el Estado, con la democracia y con las instituciones. No se diga con la ley. Todos esos fueron inventos y recursos imaginados en el siglo XVIII para entenderse y administrar las necesidades de comunidades pequeñas, de grupos estructurados, y no de multitudes inorgánicas y desconectadas, que viven en la abstracción de la red y que prosperan en el anonimato.
Todos aquellos fueron recursos políticos que constituyeron respuesta a las demandas de poblaciones moderadas, de gente cercana entre sí. Esos recursos, sus valores y sistemas han sido, en buena medida, derogados por la realidad.
Las ciudades deben ser pensadas responsablemente en la perspectiva de la sociedad tumultuaria y en el largo plazo. No es cuestión que se agote en más semáforos, policías, vías subterráneas o aéreas, necesarias ahora, claro está. El tema pasa por todo eso, que es lo epidérmico y provisional. El asunto de fondo consiste en pensar seriamente en qué hacer con ciudades gigantescas, qué hacer con un sistema político y administrativo que hace agua en todo el mundo, qué hacer con un país superpoblado, sin pensamiento y sin instituciones que respondan a la sociedad multitudinaria.