Sin que sepamos cómo ni cuándo, surgió, y crece en forma exponencial, la nueva clase: la de los inteligentísimos. Con barniz de sabiduría enciclopédica, o más bien, con una carga de información mal digerida, proveniente de Wikipedia o del rincón del vago, estos curiosos personajes inundan profesiones, espacios y entidades del más diverso pelaje. Saben de todo, dominan desde la astronomía hasta el derecho, hablan con suficiencia, rebaten toda crítica, se adelantan a cualquier razonamiento, y sentencian con tono pontifical.
Inteligentísimos que arruinaron al Estado, que inventan toda clase de argumentos para callar al oponente, que contestan lo que quieren y no lo que les preguntan. Inteligentísimos que mienten con solvencia, cambian de tema, se escabullen por el primer portillo y encuentran explicación a todo esperpento intelectual o político que corre por allí, como el último portento progresista. Inteligentísimos que se han convencido que son los líderes de una sociedad pacata y mediocre. Inteligentísimos que, si no fungen de asesores o representantes del pueblo, “crean doctrina” y dictan cátedra en cualquier locutorio.
Inteligentísimos peligrosos que imaginan revoluciones, reescriben la historia, arruinan países, pervierten el sentido común y viven de decir los más solemnes disparates, transformados en sabios, por arte de la suficiencia del personaje, y de la simpleza de los oyentes, o de los votantes. Inteligentísimos que creen haber superado a cualquier premio Nobel, y que aspiran a que les reciban en todo cenáculo, con el aplauso con que honran los tontos a este tipo de magos.
Los inteligentísimos, casi siempre, están rodeados de toda clase de títulos. Repletos de diplomas, menciones, recortes de prensa y certificados de asistencia; no hay cursillo o foro de que esté ausente haciendo despliegue de su importancia. Es que los inteligentísimos honran con su presencia toda charla o debate. Su ocupación principal es andar por allí, buscando ocasión para lucirse, haciendo ostentación de sus atributos. El personaje necesita estar en la foto, ser el centro de atención.
La sociedad de nuestros días -el espectáculo que es su fundamento- ha generado esta clase de personajes, que no tienen más sustancia que la arrogancia, que hace posible aquello de “en tierra de ciegos, el tuerto es el rey”.
La política es en donde mejor prospera el inteligentísimo. Hay otros escenarios en donde florecen sus habilidades, pero es en torno al poder -esa actividad siempre sospechosa- donde abunda esta versión típica del tropicalismo y la posmodernidad. Testimonios hay de lo que el inteligentísimo puede provocar, cuando la gente hace caso a su discurso e ignora la superficialidad esencial del personaje.