Acabade morirse a los 91 años, el abogado chino formado en Londres Lee Kuan Yew. Su gran mérito: transformar su pequeña isla en un emporio de riqueza que, sin proponérselo, trazó el camino de China continental al fallecer Mao.
Lee no era un ideólogo opuesto al marxismo, sino un tipo práctico con un lema: “Imitemos a Japón”. El desarrollo era consecuencia de la educación intensa y universal, con acento en la mujer, porque una madre instruida garantiza hijos bien educados. El principal capital.
Singapur, excrecencia geológica de apenas 700 kilómetros cuadrados y cinco millones y medio de personas, sin recursos naturales ni agua potable (la importan de Malasia), demostró cómo en dos generaciones, con libertad económica, puede pasarse del harapo y la desesperanza a una franja de prosperidad para el 85% de la población.
Pekín, que tras el desastre comunista vio en su vecindario a los cuatro “tigres” asiáticos, Singapur le resultó el ejemplo perfecto, incluso por las malas razones: vivía bajo un partido cuyo líder no creía en tolerancias ni pluralidades, aunque hoy el parlamento muestra alguna oposición y el Gobierno reconoce apoyo “sólo” del 60% del censo.
Con cuatro minorías existentes y predominio de la etnia china, a Lee y el pequeño grupo con quienes fundó el Partido de Acción Popular, les correspondió la gloria de romper, primero, con Gran Bretaña, y luego con Malasia, hasta constituir una República cuya riqueza alcanza USD 65 000 anuales de PIB per cápita, (USD 15 000 más que EE.UU.), desempleo del 3%; el menor nivel de criminalidad mundial, una administración pública al servicio de una sociedad educada, donde la corrupción es casi desconocida, tiene buenos servicios de salud y posee el 87% de las viviendas que habita.
La aventura comenzó en 1959, precisamente cuando otra isla en las antípodas, Cuba, con mejores condiciones, inauguró su andadura marxista-leninista con los caprichos del Comandante, logrando lo opuesto a Singapur: los revolucionarios cubanos destruyeron gran parte de la riqueza previamente creada, demolieron las ciudades, mataron y encarcelaron profusamente, provocando una permanente miseria que desató el éxodo del 20% de la población.
Contraponer ambos ejemplos sirve para eliminar la perversa suposición de que Singapur logró desarrollarse gracias a la mano pesada de Lew Kuan Yew, que rechazaba las críticas, perseguía en los tribunales a los enemigos, azotaba a quienes mascaban chicle y fusilaba a los traficantes de droga. En Cuba sucedían represiones más graves y los resultados económicos fueron peores.
Lee fue más benévolo con su pueblo que Fidel Castro, y si tuvo tanto éxito en la economía, no fue por autoritarista, sino a pesar de ese rasgo lamentable de conducta política.
Si yo escribiera el epitafio de la tumba de Lee lo despediría con una frase sencilla, llena, pese a todo, de admiración: “Fue muy grande porque creyó en la libertad económica. Hubiera sido aún mucho mayor si hubiera creído en la libertad política”.