Sin color

Algo le pasó a la revolución que se le ha ido quitando el color. Como cuando se lava una prenda en cloro. Ya no es multicolor ni lleva la bandera del arcoíris que llevaba antes. Para la revolución esa bandera que cobija a los indígenas ya no es suya. Para la revolución, la bandera indigenista cobija a los saboteadores y sus secuaces y a quienes se resisten a la ola del desarrollo. Y la otra bandera multicolor, la del arcoíris GLBT tampoco es el color que más le guste a la revolución.

Tampoco es roja. La revolución no es roja como en tiempos de la hoz y el martillo. Los sindicatos y sus dirigentes -maestros, médicos, etc.-, envueltos en rojo revolucionario, según los revolucionarios de hoy, han pasado a formar parte de las filas de la partidocracia y, por ende, se han vuelto un peligro para la revolución. A la revolución se le ha ido quitando el rojo salvo por las canciones, que todavía comparte, que unían a la fragmentada izquierda en las peñas desde tiempos inmemoriales.
La revolución tampoco es verde. Dejó de ser verde cuando puso un Plan B para el Plan A, que era el de no explotar el Yasuní. De ahí en adelante se le fue quitando el verde conservacionista que sumó a tanto joven amigo del verde esperanza. Tachó de infantiles a los verdes militantes. Puso en lista negra a quienes recogieron firmas antes de invalidarlas mientras permitió abrir nuevas vías de acceso a las bolsas de oro negro volviendo marrón al verde amazónico. La revolución se quedó sin verde mientras lleva de su mano a las empresas mineras y petroleras y a los grandes negocios, otro matiz de verde, más parecido al billete que a la protección del medioambiente y a la defensa de los derechos de la naturaleza consignados en el verde Montecristi.
La revolución tampoco es naranja. El naranja se esfumó del mapa político. Algún naranja quedará por ahí, en esa bandera que ahora es la del camaleón, que cambia de color para adaptarse a las circunstancias y se volvió verde limón.
La revolución se ha vuelto gris, como los bloques de cemento, los puentes de hormigón y las carreteras. Y se ha teñido del negro de las mismas piscinas petroleras de antaño que siguen siendo negras. No el negro de los rockeros, que antes era el negro de la rebeldía, sino el negro que se canjea luego por billetes para pagar las deudas amarillas.
La revolución se va quedando sin color, con pocos matices. O, como el camaleón, adapta sus vestiduras a los tiempos del desarrollo, del milagro ecuatoriano. Tristes negro, gris y blanco con matices amarillos, que no se compadecen con el Ecuador multicultural, plurinacional y de paleta multicolor que se conserva solo en los logos de Ecuador ama la vida que quedan pintados en las magnas obras revolucionarias mientras se masifica el descolorido uniforme donde no hay cabida para los matices y las diferencias.

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