El círculo se cierra, se lo puede sentir hasta en el aire amable de diciembre. Con cada día que pasa – incluso, a veces, hora tras hora- el plomizo sistema que tiene tan contentos a muchos (y que otros se niegan a reconocer) gana en tracción, avanza cómoda y plácidamente hacia su fin más preciado: controlarlo todo, saberlo todo, acumularlo todo y que nadie diga nada. También progresa la imposición del silencio en público, aunque en privado y siempre mirando de reojo por si las moscas, se reconozca a cuchicheos y a discretos susurros que vivimos bajo un sistema de caudillaje y de hegemonía de un solo poder. El círculo también se cierra porque hemos perdido la noción del sentido común y porque hemos echado al tacho de la basura la idea de cualquier avance en materia de democracia. Estamos contentos con lo que tenemos mientras nadie mueva demasiado la alfombra.
Pretendemos reinventar –gracias a los intelectuales oficiales- una nueva versión de los derechos humanos, cuando todo el mundo literalmente, acepta y defiende que los países se fundamentan en el respeto al pensamiento ajeno, en la seguridad del ciudadano y en la imposibilidad de acumular demasiado poder. Pretendemos reinventar el sistema internacional porque no nos dan gusto, porque nos aíslan gracias a nuestra defensa de otros regímenes autoritarios, con excusas tan vanas como la soberanía y la dignidad. No queremos que nadie se meta en nuestro reino imaginario, no aceptamos quejas ni sugerencias, no aceptamos “injerencias”.
También se cierra el círculo gracias a nuestra propia vocación conformista, por nuestra propia propensión bonachona. Somos democráticos porque vamos a votar maquinalmente (con los resultados cantados) y casi sin darnos cuenta. Un voto zombi. Somos ricos porque, por lo pronto, el petróleo es caro. Vamos camino al Primer Mundo gracias a nuestras espectaculares carreteras. Me encanta, a propósito, sentarme a escuchar a la gente que cuenta lo rápido que llega a sus casas de playa gracias al sistema de carreteras. Corremos el riesgo de perder todo viso de independencia y avanzamos rápidamente a que todo sea estatal, a que todo sea público (es decir, gubernamental), hacia el pensamiento unilateral, a vivir de la falsa ilusión de la propaganda, a creer candorosamente que todo avanza. Corremos el riesgo de sentirnos cómodos en una sociedad vigilada, dominada por el temor a pensar o a decir, en la que, como van las cosas, pronto se premiarán la delación y el soplo, se premiará a los buenos y se castigará a los malos.
Está claro, no hay que ser genio para entenderlo, que el círculo se cierra y que empieza a escasear el oxígeno.