Hace siete meses, cuando entró en vigencia la tasa de servicio de control aduanero, quienes promovieron su aplicación defendían su vigencia porque traía innumerables beneficios para el futuro económico y productivo del país.
Para justificar la implementación de la tasa sus mentores decían lo siguiente: “El cobro de la tasa aporta al mejoramiento de los controles establecidos en contra del contrabando y la defraudación, en busca de un comercio justo, que permita potenciar los recursos que contribuyen en la reactivación del sector productivo, la generación de empleo y el fortalecimiento de la dolarización”.
Las autoridades aduaneras, más allá de reflejar los USD 28,1 millones que recaudaron, nunca informaron sobre todos los empleos que se generaron, cómo esta medida reactivó al aparato productivo y consecuentemente, cómo ayudó a la dolarización. Nada.
Por el contrario, lo que produjo esta tasa fue la intranquilidad de los principales socios comerciales del Ecuador, así como de los potenciales inversionistas que miran un nuevo ambiente para desarrollar negocios. La tasa aduanera despertó preocupación en EE.UU., Colombia, Perú, la Unión Europea, y por ello nuestras autoridades de comercio exterior transmitieron ese sentir a quien en su momento estaba al frente de la política exterior. Sin embargo, no hubo eco y más bien la Cancillería optó por ‘agotar todas las instancias legales’, que podían permitir al país mantener este impuesto. Al final llegó la sentencia de la Comunidad Andina y con sensatez ahora se acoge su decisión de desmantelar este tributo a las importaciones.
Pero esa tasa no solo minó las relaciones comerciales externas. También impactó en el consumidor; si bien hubo empresarios que asumieron ese costo, otros lo trasladaron al cliente y de sus bolsillos salió el pago.
Luego de haber dado este patinazo es de esperar que el pragmatismo impere en el manejo fiscal. Ya es hora de que por el bien del país se dejen de lado esas medidas creativas, que nos hacen cometer errores.