El político depende de la palabra. En la tarima de la campaña o en set de televisión, en el Parlamento, en las reuniones públicas, en las declaraciones y rectificaciones, en los informes y en las explicaciones, en las acusaciones y aun en las despedidas es la palabra la que salva o condena al político. Su entusiasmo nace y muere con cada causa, vive de la actualidad, se aferra más a la conveniencia que a la coherencia; con el mismo fervor aparece en los partidos de izquierda que de derecha y la misma lealtad proclaman al nuevo líder como al viejo. Decía Ortega y Gasset que los políticos exhiben “personalidad innumerable como esos dioses aventureros de mitologías decadentes”.
Cuando la palabra no concuerda con las acciones se vuelve charlatanería y si no coincide con la realidad se convierte en mentira. Ocurre con los políticos que, habiendo hecho promesas desmedidas, no pueden cumplir las ofertas o queriendo presentar una gestión exitosa que no existe, alteran los indicadores económicos y sociales. Por eso ha corrido desde hace tiempo la sentencia de que el político ni dice lo que siente ni hace lo que dice. Todos los manuales del político audaz, desde Maquiavelo hasta Robert Greene están repletos de cinismo porque, en política, lo que no es astucia es ingenuidad. El tiempo no ha corregido estos errores, más bien los ha desarrollado convirtiendo en una técnica el manejo de las masas.
El populismo latinoamericano que dio contenido a tantas novelas de exóticos caudillos, ha engendrado una nueva camada de líderes exitosos para la conquista del poder aunque deplorables para el buen gobierno. Líderes que han perfeccionado el uso de la palabra como instrumento político. Son charlatanes, provocadores, temerarios. Humillan a sus opositores y encandilan al pueblo con su vehemencia y sus embustes; no son amigos de la prensa pero llenan las primeras páginas de los medios, son amigos del eslogan y de la publicidad. Les gusta hablar pero no dialogan ni toleran preguntas, ellos dan las respuestas aunque nadie haya hecho las preguntas.
De nada sirve conocer los mecanismos de este estilo de poder ni desmontar pieza por pieza la compleja, aguda y sutil estrategia que utilizan, como ha hecho en la Italia de Berlusconi el filósofo Umberto Eco, porque los ataques de la oposición también son materia prima de la estrategia populista. Eco ensaya la propuesta de trabajar por la unidad de la oposición para plantear “una política capaz de ocupar la atención de los medios con proyectos provocadores y de derrotar al caudillo utilizando, al menos en parte, sus propias armas”. La propuesta fue planteada hace ya siete años.
A los caudillos populistas la-tinoamericanos, tal vez, les cal-ce la caracterización y el reme-dio que lleva implícita la sen-tencia de José Ortega y Gasset respecto del mal orador: “Mísero hablador de alma escasa e ideas cortas que distrae un instante la atención de una raza como un rumor fastidioso”.