En septiembre de 1917, L’Humanité, el periódico del Partido Socialista francés, envió a Petrogrado a Boris Kritchevski para informar sobre el avance de la revolución de febrero. Como era ruso y socialista, hablaba el idioma y conocía el país y sus luchas políticas, tendría facilidad para analizar y comprender los acontecimientos sin la intervención de intermediarios. Las crónicas que escribió comenzaron a publicarse el 25 de octubre, tres días antes de la toma del poder por parte de Lenin y Trotsky. Como su contenido crítico desmitificaba el golpe de Estado y la incipiente dictadura, el periódico censuró las últimas 10, iniciando así el proceso de deformación de los hechos y de encubrimiento de la verdad.
Pero ‘L’Humanité’ no silenció el decreto que Lenin dictó el 10 de noviembre de 1917, tres días después del golpe de Estado bolchevique, suprimiendo los diarios de la oposición bajo el pretexto de que inducían “a la subversión al deformar los hechos con ánimo calumnioso”. “Lenin lo proclama, y ello es suficiente”: su criterio, convertido en verdad irrefutable que no requería “justificación ni demostración”, se imponía por la violencia. En su crónica del 20 de noviembre, Kritchevski mencionó esa inclinación de los bolcheviques a “la violencia brutal de las bayonetas y a un régimen de arbitrariedades terroristas…”.
El historiador Christian Jelen, en ‘La ceguera voluntaria’, basándose en testimonios coincidentes obtenidos en diversas fuentes, luego de probar que los socialistas franceses, desde el principio, conocieron las características totalitarias del sistema bolchevique -“policial, terrorista, asesino, guerrero, enemigo de todas las libertades, reaccionario y avasallador”-, se interroga sobre las razones que tuvieron para impulsar ese proceso de ocultamiento, deformación y mitificación. “Si esos testimonios quedaron pronto sepultados bajo el polvo de las bibliotecas, se debió a la angustia y a la voluntad de huida ante la insoportable idea de que el socialismo podía propagar la muerte. Durante más de 50 años, los más ilustres intelectuales han dado prueba de una formidable capacidad de olvido…”.
Esa ceguera voluntaria no ha sido una característica solo atribuible a minorías de militantes e intelectuales. La han padecido también quienes, a nombre de las mayorías, soslayando violaciones constitucionales y legales, abusos y atropellos, han buscado acallar las voces de la disidencia, como una forma de contribuir a la consolidación de procesos autoritarios y de ahogar el pensamiento crítico y el debate. “Ojalá la lectura de ‘La ceguera voluntaria’ -comentaba Jean-François Revel- pueda, de una vez por todas, enseñar a la izquierda que siempre se sale perdiendo y que se es siempre culpable cuando uno se sitúa en el bando de los enemigos de la libertad…”.