En la mitad del mundo, donde los gallos cantan a destiempo y los rÃos fluyen según los decretos del poder, hubo una vez un hombre que creyó ser inmortal porque las plazas se llenaba con su voz, los ministros se arrodillaban ante sus gestos y los pobres soñaban con él en las radios de cada sábado.
Se llamó Rafael Correa, y durante más de una década gobernó el paÃs como se gobierna una finca heredada: con mano dura, palabra altisonante y un espejo de cuerpo entero siempre cerca.
La Revolución Ciudadana, su criatura más feroz y obediente, un huracán de promesas y decretos, con la disciplina de un ejército samurai y la fe ciega de una cofradÃa, no admite disidencias, ni dudas, ni el más leve titubeo. En su interior, pensar es un acto sospechoso y disentir es alta traición. El pensamiento crÃtico fue exterminado en nombre de la lealtad al ego de su pavoroso lÃder.
Aquel movimiento que alguna vez pareció invencible, se ha marchitado como los retratos de los viejos caudillos ecuatorianos arrumados en las paredes del palacio de Carondelet.
Este ejército suicida se desvanece no por culpa de sus enemigos, ni siquiera por la erosión natural del tiempo, sino por un defecto más antiguo y letal: la vanidad de su único lÃder.
Vanidad que lo devoró desde dentro, como el fuego que quema las vigas de una casa mientras los moradores duermen.
Desde su exilio en la abundancia europea, el lÃder hoy proscrito siguió moviendo los hilos de su obra con la precisión de un titiritero enfermo de nostalgia. Impuso candidatos sin alma, agitó alianzas con espectros y dictó discursos disparatados como quien grita desde lo alto de una torre. No escucha. No rectifica. No comprende que el paÃs ya no es suyo, ni reconoce que el pueblo que una vez lo amó, ahora solo quiere su silencio y recordarlo en paz.
Porque Ecuador, ese paÃs que huele a flores y pólvora, se encuentra exhausto. Asfixiado por la violencia que desborda las calles, los celulares y las madrugadas.
Secuestros, masacres, balaceras y frente a esa orfandad de seguridad, el lenguaje agresivo se convierte en un terror mayor. El verbo incendiario del correÃsmo, que alguna vez ardió como antorcha, ahora quema los últimos puentes con el pueblo que lo idolatró.
La Revolución Ciudadana, que fue grito, hoy es un lejano eco que repite consignas viejas en un paÃs nuevo. Perdió el pulso del pueblo, ya no le habla al corazón, sino a los empolvados recuerdos. Repite un guión redactado en otro siglo, en otro paÃs, en otra atmósfera donde la rabia era una virtud.
Lo más trágico no es morir por la decadencia que factura el tiempo, sino la forma en que el cáncer ha atacado: desde dentro. Un harakiri polÃtico que ninguno de sus seguidores se atrevió a impedir. Porque nadie dentro del templo de adoración, se atrevió jamás a decirle al profeta que estaba desnudo.
Cuando se necesitó humildad, se impuso el ego. Cuando se necesitó razón, se ofrendó obediencia ciega.
Hoy, el correÃsmo no está muerto, pero sangra por todos sus costados. Es un leproso al que se le caen partes; camina tambaleante, ahogado por los viejos eslóganes que alguna vez le dieron gloria. Ya no hay frases épicas, ni nuevo destino, ni futuro. Solo el eco de un hombre que confundió la historia con su reflejo.
Y asÃ, como en tantas tragedias con sello de banana repúblic, el final no llegó con un tiro en el pecho, sino con un suicidio. Porque su muerte no es obra de enemigos, ni jueces, ni traidores; sino de su vanidad, que impidió a su horda cambiar, ceder, dialogar y entender que los pueblos se cansan de aplaudir a los fantasmas y prefieren vitorear a los vivos