La efigie del caudillo abraza historia, leyenda y mitología de América Latina. ¿Qué es un caudillo? Domingo Irwin G. sostiene que son tan abundantes las definiciones, que se podría armar un diccionario. Fue Gonzalo de Berceo, poeta del medievo español, quien grabó el término. A partir de él, la profusión de conceptos, desde las desvanecidas izquierdas, derechas o centros, no ha cesado.
Caudillo proviene del diminutivo latino caput: cabeza, cabecilla. Desde la Independencia de América, es mucho mayor el tiempo vivido bajo la férula de caudillos que de gobernantes fieles a los principios de lo que fue la democracia, en nuestra hora resistiendo los estertores de una crisis acaso terminal. Caudillos de todos los orígenes e ideologías: achaparrados o altos, perversos o santurrones, ilustrados o analfabetos, orates; toda una gama de personajes dignos de la Historia de la estupidez humana: Mariano Melgarejo, Françoise Duvalier, Daniel Ortega… ejemplos conspicuos.
Caudillos predestinados y redentoristas. Su falaz oferta: “refundar”, “salvar la patria”, “restaurar la nación”; en suma, devolver el paraíso que jamás conocerán sus pueblos. “Volver a tener patria” o “hasta la victoria siempre” fueron las proclamas expropiadas que esparció, por nuestra breve y frágil patria, el parlanchín de feria que fungió hace poco de libertador.
Caudillos y caudillismos no son patrimonio de nuestra América. En su versión más antigua: Julio César cruzando el Rubicón para erigirse en dios de dioses, y en nuestra América, las guerras independentistas como matriz; caudillos, los nuestros, que trasvasaron las ideaciones europeas con tal frenesí que nulificaron toda viabilidad de forjar un sistema propio.
El caudillo posee carisma, que no emerge de lo que dice o hace, sino de la devoción de sus prosélitos que, ciegos de fe, lo deifican, al punto de omitir sus crímenes. ¡Y cómo usa y abusa de la palabra; y cómo cuida y maquilla su imagen!, sabe que estas son su sustento.