Marco Antonio Rodríguez

Caudillos (II)

“Y en el gran escenario del pasado surge otra vez Tiberio, encorvado y errante, con un mundo vacío, el que más pesa, sobre sus espaldas; sin saber dónde le va a llevar” (G. Marañón). El final de los caudillos, con pocas excepciones, señala, es el de este atormentado personaje. Su Dios y religión, su mundo y tiempo, la razón de su vida se compendian en el poder. Fuera de él devienen judíos errantes.

El caudillo cree, proclama e induce a creer que está convocado a cumplir una misión de jerarquía suprema, que su presencia es imperiosa, nadie puede reemplazarla. Su palabra encarna la verdad, y su imagen, exornada y venerada por él y sus prosélitos, merece monumentos. Palabra e imagen: arma y escudo del caudillo.

Los caudillos de nuestra Independencia tenían el fin de liberarnos de la opresión conquistadora; los de finales del siglo XIX y comienzos del XX el de la Revolución Liberal; después el caudillismo se convirtió en adicción del poder por el poder, salvando aquellos que soñaron en el cielo marxista (el imposible sistema de idénticos) y que solo alcanzaron a repartir pobreza y a enriquecer egos y faltriqueras.

Los caudillos decimonónicos no poseían ninguna noción de legitimidad, los del XX y XXI glorifican sus triunfos en la urnas, símbolo de “sus democracias”. El estalinismo vitoreaba la “democracia popular”, Hitler pretendió edulcorar sus crímenes de lesa humanidad con sus postulados “democráticos e institucionales”.

“El carisma ni se hereda ni deja efectos más allá de la vida del jefe” (Weber). El caudillo es el “elegido” (no imagina procesos de sucesión), tampoco cree en “partidos”, repudia ser “parte”. Prueba de su ‘omnisciencia’ y ‘omnipresencia’ son las órdenes del autócrata errante que devastó nuestro país a las marionetas de ese “lacayismo siglo XXI” –como le llamo–, a ese grupúsculo de intelectualoides que renunciaron a su dignidad, para vivir pendientes del chasquido de dedos de su titiritero, bajar la cerviz y bailar al son que él disponga.

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