¿Cómo empezar? ¿Decir, por ejemplo, “querido Abdón”? Demasiado manido y vulgar. ¿Decirle simplemente “hermano”? Sí, pero muchos lo dicen con frecuencia al que acaban de conocer. ¿Y qué tal si digo sencillamente “Abdón”? Quizá es lo más directo, lo más simple, lo que en apenas dos sílabas puede resumir todos los años que nos brindó la vida para compartir el sueño inútil de pensar y fabular.
Así, pues, Abdón, acabo de dejar estas páginas tuyas que han sido mi presente esta tarde, cuando falta apenas un día para que lleguen a todos tus lectores. Me inquietó desde el primer momento su portada: reconocí en ella ese reloj que miré tantas veces en mis tiempos de Praga, cuando la Ciudad Vieja estaba siempre como al alcance de la mano, como una maligna tentación. Y sobre aquella imagen, reconocí la perspicacia de tu proyecto literario en la presencia del signo de infinito (∞) reemplazando la o de la palabra Tiempo. Entendí (creí entender) que no se trata solamente de un juego de ingenio en el diseño: la sola introducción de aquel signo en una palabra que parecería negarlo implica el ingreso al corazón mismo de la paradoja. Esa paradoja que has sabido conjugar en todos los tiempos y personas para hilvanar el misterio de un tránsito, que parecía largo pero ahora se nos revela a los dos como un fugaz chispazo.
El tiempo existe, Abdón, y es como el Saturno del mito que Goya supo plasmar en uno de sus inolvidables aguafuertes: se come a sus propios hijos, que es como decir: nos va royendo lentamente hasta que acaba por tragarnos.
Dicen que Aurelio Agustín, el pecador converso y santificado, declaró un día estas palabras: “Cuando pienso en el tiempo, sé lo que es; cuando me lo preguntan, ya no lo sé”. ¿Lo sabes tú ahora, después de haber escrito sobre él? Creo que has acertado al sentenciar que el tiempo no es nada que podamos saber, porque solo nos ha sido permitido vivirlo en la percepción que tenemos de nosotros mismos. Se lo siente, se lo vive, pero no se lo conoce.
Yo lo he sentido más cercano esta tarde, mientras recorría tus páginas. Desde la pose del dómine, podría decir que ellas se ubican en la línea de tus “divertinventos”; desde la nuda condición de ente perecedero, ya no puedo decir nada: solamente acercarme, abrazarte como ya tantas veces te abracé por tus libros, y decir muy quedamente un “gracias”. Un gracias por llevarme de regreso a la vieja metafísica de mis comienzos, que culminaron siempre en el “ser-para-la-muerte” con el que Heidegger estremeció nuestra lejana juventud.
Gracias, Abdón, querido hermano: sé que por allí dirán que al leerte es inevitable evocar las páginas de Borges, no solo por hacer de la metafísica un cuento fantástico (o al revés), sino también por tu envidiable concisión en el lenguaje. No hagas caso. No necesitas de él. Lo mejor es que cada día te pareces más a ti mismo. Más al pensador que hay en ti, disfrazando tu hondura en lapalabra iluminada.
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