Nada ni nadie se libraba de su humor ácido, letal. Un demonio rondaba los meandros de su espíritu; el instante menos pensado se apoderaba de él para pulverizar al ingenuo contertulio que pretendía contradecirle mediante frases lapidarias y abrasadoras. No he conocido a nadie de su ocurrencia para endosar sobrenombres, al punto que estos quedaban grabados para siempre. Pero en los intersticios de su ser moraba un niño desolado y solitario, fuente de la cual fluía su poesía.
Carlos Manuel (1938) vino de Cañar para cumplir sus estudios universitarios. El recuerdo de su madre pervivió en él como una música triste y tierna, junto al de su hermano mayor, Enrique, el inefable Oso, dandi de voz de trueno y artífice del soneto. “Ahí quedó mi pertenencia,/ la esperanza de la orquídea,/ la recordada niebla de los amaneceres,/ la tierra en que nací/ con similar desconcierto sobre el llanto”…
Tzántzicos y Caminos
Amanecían los 60 del siglo XX. Dos grupos avivaban la cultura en Quito, Tzántzicos y Caminos. El primero seducido por la Revolución cubana, el existencialismo sartreano y los iconoclastas argentinos. Caminos con poetas, pintores y músicos que oficiaron sus propuestas bajo la égida del “arte por el arte” y una tenue preocupación social.
En Caminos se incorporó Carlos Manuel, gallardo, pulcro, imperioso, poeta que trascendió junto a Zabala Ruiz. A partir de ese lejano decenio mantuve entrañable amistad con él; las asechanzas del tiempo no menguaron nuestro irrevocable afecto. Nunca lo sentí lejos, a pesar de que desde hace años se autoconfinó, ninguno de sus escasos amigos supo dónde.
Libros breves y leves, pero rápidos y crecientes, los suyos. En cada uno hay versos que cautivan por su estructura cabal y por las repentinas señales que entregan al lector, como si el poema fuere un cuerpo verbal fundado acorde a los códigos de una estrategia que, al circular en la memoria, despunta en súbitos espacios oleadas de claridad y abismos por donde la luz se despeña.
“En ti que agitas el mar/ y pones oxígeno en la respiración de los gusanos,/ yo creo/ como hombre/ ofrendado al caminar…/ Yo creo en ti/ y pido/ paralices mis pasos”…
Carlos Manuel no fue creyente, pero la Biblia era una de sus lecturas favoritas, y hay mucho de su literatura en su oficio. Sobresalto fue su primer poemario, verso conciso y liviano, en un ensayo de “impresionismo” lírico. Luego cobra abundancia y nervio, acaso con signos de influencia de César Dávila Andrade, presencia infaltable en un galpón devenido en taberna frente al teatro Bolívar, al cual acudían los Caminos, luego de la extinción del memorable Café 77 donde hicieron de las suyas Tzántzicos y Caminos.
Leo con algo de nostalgia, un prólogo de mi autoría en el libro Valija del desterrado de Carlos Manuel, 1964. Ha pasado un tiempo sin tiempo. Me cuentan que ha muerto. Pienso en su amigo más cercano, el pintor Nilo Yépez, que ilustró la totalidad de su obra. Como si hubieran sido moldeados por una misma arcilla –risco y luz–, esparciendo su connatural socarronería, anduvieron juntos más de media vida.
Ningún camino tiene fin, ni el poeta es revelador de mundos; el caminar hilvanando su senda es todo su mundo. Mundo en incesante efervescencia; una palabra seduce a otra, insiste en ella, traman una frase que a su vez se reproduce en otra y así se desvanece; mundo en inagotable exterminio.
“Heme aquí,/ bienaventurados míos,/ os habla el potro herido/ en establo propio,/ el que a Dios ha robado/ en varas de olivo la tristeza”…
Registros palpitantes se perciben en la poesía de Carlos Manuel cuando tienta lo sacro y engarces de hondo aliento cuando celebra sus raíces campesinas. Verso libre y limpio como el viento de su Cañar originario.
Lo más significativo es su rehundimiento en la tierra y la naturaleza: “Qué manera de morir, oh, solitario,/ qué gigante, Madre,/ mi tristeza,/ cómo gritarte que vengas,/ de qué manera burlar el muro/… Solitario Hijo,/ solitaria Madre,/ los dos compadecidos”… Pienso en Carlos Manuel y su perpetua sonrisa marrullera. Su puntual compañía en las muertes de mis ancestros. Su inveterada soledad.
“Ese hombre que ahuyentó las sombras/ con el fuego de sus ojos,/ tiene mi nombre, habla mi lenguaje,/ mira como yo, es alto:/ es mi padre”…
Agua para saciar la sed y agua para mirar en su sinuoso fondo; no nuestros secretos rostros, sino una campiña que se teje y desteje en conmociones y fulgores: viñetas, mujeres y hombres, niños y viejos, geografías y sucesos lejanos, muy lejanos y tan cercanos. Agua de la memoria: la poesía de Carlos Manuel Arízaga.