El extremo dolor físico, por cáncer terminal es terrible; siendo quizás la eutanasia, ese abrazo cálido de piedad y de digna despedida, que del brazo acompañe con alivio a la puerta de la eternidad… Existe también, el inmenso dolor interno, cuando se acepta que la persona amada, en pos de su bienestar y calma, se aleje…, aunque eso conlleve gran tristeza cobijada por el manto del no egoísta puro amor.
El fallecimiento de un ser querido significa el espacio desocupado frente al adiós infinito, en el que las lágrimas brotan de los ojos del corazón adolorido. ¿Cuál sería la esencia explicativa de ese dolor? Pudiera respetuosamente ser, entre otras, ¿hacer propio el sufrimiento que vivió el que ya no está?; ¿el egoísta sentimiento del silencioso vacío y profunda tristeza que nos genera la ausencia definitiva? ¿Será el dolor de conciencia por no haber hecho lo suficiente, perdonado, o visitado en vida?; o peor, ¿cuando es por generar compasión y llamar la atención…? El sincero e intenso dolor interno, el que emana con pureza de las entrañas del ser, ese dolor pudiera ser tan o más doloroso que el físico extremo, que aparece cuando el alma en posición fetal llora desconsolada…, siendo el tiempo, la aceptación y la resignación los amortiguadores emocionales que irían pacientemente brotando, generando tranquilidad y calma…
Mientras, en el funeral, junto a las lágrimas de dolor que salen de los distintos rostros, yace la realidad de algo tan natural y latente como la vida misma, como el día y la noche, pero a la vez poco entendida y aceptada, cuando despierta sino revive en la mente – paradójicamente al lado de flores frescas multicolores–. Me refiero a la muerte, que se presenta de frente, como principal asistente a la sobria reunión de despedida en honor del que ya no está, para decirnos en el rostro: “aquí estoy, tal cual, y te acompañaré quieras o no, distantemente cerca, fría y silenciosamente, sorpresiva y latentemente de por vida, mientras tengas vida…”