Todos los días las páginas de los diarios del mundo presentan noticias sobre el destino de migrantes detenidos aquí o allá, muchas veces atacados de forma brutal y devueltos a su lugar de origen, y otras, desafortunadamente, muertos por acción, omisión o accidentes relacionados con su penoso emprendimiento.
Las historias de crueldad que se leen a diario sobre los episodios en Melilla, en los que se golpea, se gasea y se detiene a cientos de marroquíes que intentan burlar las vallas para llegar a España, llaman la atención por lo inhumano que se ha vuelto el trato de los gobiernos frente a los migrantes.
De tan común y cotidianas, casi se han vuelto invisibles las historias diarias de pateras que naufragan en el Mediterráneo con decenas, a veces cientos de muertos entre los que siempre hay familias enteras que se han arriesgado a dejarlo todo atrás y se han lanzado a una aventura suicida con la esperanza de encontrar una vida mejor para los suyos. Y entonces todos deberíamos preguntarnos: ¿qué clase de vida es esa que dejan esas personas que están dispuestas a morir y a sacrificar incluso a sus familias por una empresa ciertamente riesgosa?
¿Qué nivel de desesperación y hambruna están viviendo esos seres que prefieren enfrentarse cara a cara con la muerte antes de regresar a su lugar de origen? Y sin embargo, a pesar de que conocemos las respuestas, de que sabemos exactamente lo que sucede en esos países inundados de miseria, se trata a los migrantes como delincuentes comunes, como amenazas públicas, y se los reprime y se los repudia como si se tratara de la peste misma y no de seres humanos necesitados.
De vez en cuando alguna agencia de noticias reproduce la historia vieja y demasiado conocida de un pobre desgraciado (entre miles que sufren el mismo destino cada año) que murió en el desierto intentando cruzar la frontera hacia los Estados Unidos. También en ocasiones nos enteramos de alguien que naufragó en los mares infestados de tiburones entre Cuba y las costas de la Florida, o de algún compatriota que ha sido torturado y asesinado por las mafias que controlan los siniestros caminos entre el “infierno” y el “paraíso”.
Hace pocos días una fotografía retrataba a una pareja de bañistas que tomaba el sol en una playa del sur de España. Al fondo de la imagen, sobre la arena incandescente, aparecía el cadáver de un migrante que se había ahogado horas atrás en esas aguas azules. Nadie parecía prestarle la menor atención al cuerpo hinchado del hombre.
La imagen, profundamente desgarradora, retrata de forma clara, brutal, la indiferencia criminal a la que está llegando el ser humano frente a la tragedia de los migrantes, una tragedia que amenaza seriamente con inocularnos el cáncer de la deshumanización.