Columnista invitado
En 1979 se estrenó la película “Calígula”, parteaguas entre el cine arte “softcore” (erotismo edulcorado) y el cine arte porno. ¿Cuál fue el estímulo para la realización de tan osada película?: Estados Unidos aprobó una ley que otorgaba permisividad para este controvertido género. En el primer mundo se presentó “Calígula” entre frenéticas invectivas y comentarios. ¿Se trató de una versión maquillada? La verdad es que solo a partir de 2000 “Calígula” se exhibió sin censuras y se convirtió en cine de culto y en clásico de la historia de este arte.
Anecdotario orgiástico del Imperio romano decadente, la película desvela un paralelismo embozado entre la política y el sexo, relievando el juego del erotismo extremo en la vida pública. Escenas frenéticas de la Roma imperial exhausta por la pandemia de la corrupción. Un poder omnímodo cuyo ejercicio fue un jadeante delirio. Y el “delirio” es la patología de todo absolutismo.
En nuestra región han desfilado tiranuelos cuyas nimias estaturas no les ha impedido refocilarse en corrupciones y extravagancias. Su horizonte: el poder por el poder y su autodivinización. (En Ecuador la estampa del autócrata de la década extraviada sobre una tanqueta arribando a la Asamblea tiene evidente parecido caricatural con la del Duce).
Pornografía en griego alude a la escritura sobre prostitutas, pero va más allá de tan angosto concepto y significa, por encima de todo, errores y embrollos políticos, de hoy y de ayer. La pornografía, en nuestro reciente proceso latinoamericano, es la gran estafa histórica de estrafalarios “resucitadores” de sistemas políticos sepultos, mediante el saqueo en cuerpo y alma de sus naciones.
“¿Qué decir de la idolización del gobernante?”, pregunta Charles Richet en “El porvenir y la premonición”. Esa tara social es producto del inmisericorde asedio de la propaganda, fundamento único de los sistemas totalitarios. Ningún pueblo, ni siquiera el alemán, experimentó en el siglo XX amor por la tiranía y la opresión, la hecatombe de la guerra y la superioridad racial. La ingenuidad es veneno que inocula el poder absoluto a sus gobernados. En ese marasmo surgen los Hitler, los Mussolini, los Stalin… Cuando el instinto gregario se transforma en religión infecta la política; cuando la demencia del masoquismo nacional se generaliza o cuando los pueblos se ciegan ante quienes creen ser sus “redentores”, estos caen rendidos.
Quien dude lea o relea “Mi lucha”, los discursos de Mussolini, las confesiones de Stalin o reflexione sobre cómo el déspota de la década extraviada obnubiló a nuestro país con su verbosidad tejida con proclamas incineradas hace decenios. Estos personajes no dejan el poder, no pueden, pero cuando esto ocurre deambulan el resto de sus días rígidos, egocéntricos, irracionales, rumiando sobre cómo volver a detentarlo: esa es su condena.