La conciencia es, a la vez, testigo, fiscal y juez, expresa un antiguo proverbio. Parece muy difícil tener buena conciencia, pues ello exige que las tres instancias de nuestro íntimo y misterioso ámbito personal se encuentren en perfecto acuerdo; y, sin embargo, si existe gente sana con la mejor conciencia del mundo, proclamemos nosotros también nuestra vida inmejorable, nuestros buenos sentimientos, nuestra súplica a Dios y la forma en que Él corresponde a nuestros ruegos; y presumamos ejemplarmente de ello, porque, siendo la conciencia esa ‘actividad mental a la que solo tiene acceso el propio sujeto’, debemos, con optimismo sustancial, según la sabia receta de los libros de autoayuda, sentirnos ejemplares. Con toda evidencia, hay gente peor que nosotros, y aunque reconozcamos sanamente que nadie puede ahorrarse alguna exageración, algún secreto improperio, alguna vanidad, Dios nos entiende, y con el aval de nuestra católica devoción, de nuestra pertenencia apostólica y romana, nos corresponde, en buena ley, sentirnos buenos: hasta por la razón, un ápice egoísta, pero sana, de que sentirse culpables hace mal a la salud.
Buena conciencia con el aval de Dios, ¿qué más pedir a la vida? Amas de casa catoliquísimas, despreciamos íntimamente a la empleada doméstica, nuestros hijos maltratan, humillan y ofenden a quien les sirve, y toman como una gracia el desprecio hacia el pobre… Y pues esto, pasajero, no nos atormenta, y es necesario un motivo de escándalo para nuestro vigor interior, leer cotidianamente, con secreta confianza, al no ser nosotros sus actores, los crímenes, abusos, violaciones e iniquidades que cometen los otros, para condenarlos cumplidamente en privado y en público.
Cumbayá: hacia las seis de la tarde, en el espacio vacío que fue parqueadero, frente al centro comercial Esquina, dos jóvenes ‘de buenas familias’ se insultan, se pegan, mientras otros les jalean e incitan. Me acerco al guardia, tontamente angustiada, y le pido que haga algo para detenerlos. Él contesta: -No puedo, señora, me pegan a mí, me dicen que soy nadie, me insultan con palabras feas, ¿no ve que de ellos son esos carrazos?…
Para los belicosos, el guardia es nadie: se juega la vida, pero no es persona, en su pobreza. La percepción de los muchachos es clara: a ellos pertenecen todos los derechos: el guardia no es autoridad, ni puede atreverse a decir nada a señoritos ricos -nuevos o viejos, qué importa- catoliquísimos, porque Dios con ellos ha sido siempre bueno, como decía alguna vez, en un té, la madre de uno de los jóvenes, a quien reconocí.
Ah, la buena conciencia. La recomiendan nuestra paz interior, la tranquilidad de nuestra familia y los libros de autoayuda. ¿Quién puede resistirse a ella?