El mundo civilizado está recordando el cruel y terrible capítulo de los campos de concentración de los nazis, en particular el de Auschwitz, durante la Segunda Guerra Mundial.
Cuando en un régimen despótico se extiende una especie de ola de venganza y cálculo político, algunos tienden a ‘interpretar’ lo
que agradaría al alto jefe, primer sembrador de aquel odio. Esto aconteció en Alemania, donde crearon la policía secreta conocida como Gestapo, y paralelamente florecieron bandas de los S.S. de entre los partidarios de Hitler, su fuerza de choque en la campaña electoral; y, más tarde, policías de línea que terminaron ejerciendo actividad casi autónoma.
Rasgos de civilización que aún quedaban, determinaron que construyesen cárceles para prisioneros políticos, a quienes se les trataría como tales. Pero bajo el control de los S.S. esas cárceles se convirtieron en los campos de concentración, en los cuales se usaba toda suerte de abusos, incluso la tortura y la muerte. Funcionaron en varios países ocupados, pero también en la propia Alemania. Auschwitz estuvo en Polonia.
Por trabajo periodístico tuve oportunidad de visitar, en Alemania Oriental -que en aquella época no estaba unificada como ahora- el campo de concentración de Buchenwald, en la ciudad de Ettersberg, cercana a Weimer. Contaba con 70 hectáreas, en las cuales había cultivos de legumbres y productos para la alimentación de los presos. Pero la alimentación era tan deficiente que los detenidos, poco a poco, comenzaron a perder peso y terminaban cercanos a esqueletos. Los castigos estaban a la orden del día: como ejemplo, había un cuarto con piso de cemento y una figura de dos pies humanos casi juntos. El sancionado debía permanecer sin salir de esa pintura, pero era tal el cansancio que no tenía otra solución; él y otros paraban en una horca de seis ganchos, que servía para matar a grupos.
En lugar de utilizar conejos, ratones y otros animales, usaron a los presos para investigar nuevas medicinas y sus efectos. ¿Cuántos murieron por esas consecuencias? Peor aún, los cadáveres eran llevados a un horno crematorio.
Previamente obtenían cualquier calce de oro; el cabello era cortado y utilizaban para alguna industria; y la poca grasa que quedaba fluía por un conducto y la usaban para fabricar jabón. El polvo de sus huesos lo regaban como abono en los sembríos del campo. No desperdiciaban nada.
Seis millones de ciudadanos judíos murieron en los diversos campos, en lo que se llamó el Holocausto. Pero no solo judíos: prisioneros de guerra, disidentes y cuantos caían en este aparato infernal tenían igual destino. En los experimentos médicos algún científico loco quiso saber cómo en nuestra Amazonía reducían la cabeza del vencido al tamaño de un puño, pero allí, en Buchenwald, tenían muestras del resultado de aquel fracaso.