Más que un gran fotógrafo y documentalista, más que cronista o pionero del ecologismo, Rolf Blomberg fue un gran aventurero, de la estirpe de esos exploradores europeos que se lanzaron a recorrer el mundo desde el siglo XIX. Había nacido en la fría Suecia en 1912 y vino a filmar en las Galápagos en 1934 cuando la baronesa Wagner hacía de las suyas en la Floreana; atraído por la leyenda, Blomberg fue en su búsqueda pero la lujuriosa germana había desaparecido misteriosamente.
Esa ‘búsqueda’ es la palabra que definirá la vida del joven sueco que rastrea por las islas datos de los tesoros de los piratas y se fascina con las especies endémicas y los temas exóticos. Así llegará luego al territorios de los shuar, vistos como los reductores de cabezas debido al ritual de las tzantzas. La II Guerra Mundial lo atrapará en Indonesia, pero volverá al Ecuador en 1947, atraído ahora por el amor de una ecuatoriana y armado de una Hasselblad que le diera el mismísimo fabricante para que la probara. Y bien que lo hace: de entonces datan las mejores fotos del libro ‘Blomberg Quito’, editado por el antiguo Fonsal, motivo de este artículo.
Blomberg emprendió seis expediciones a los peligrosos y nublados Llanganates en busca del imposible tesoro de Rumiñahui: descubrió en cambio una nueva especie de sapo gigantesco que lleva su apellido: ‘Bufo blombergi’. Fue miembro emérito del Explorer Club de NY, filmó docenas de documentales y escribió muchos libros y artículos para revistas como ‘National Geographic’ sobre distintos lugares del globo. Casado con la pintora guayaquileña Aracelly Gilbert, finalmente se radicó en Quito desde los años 60 y siguió fotografiándolo para fortuna nuestra. Porque los que trabajamos en la historia gráfica de la ciudad nunca terminaremos de agradecer a los maestros que retrataron a la capital, desde Rivadeneira y Laso hasta Pacheco y Luchito Mejía.
Este Quito en blanco y negro de Blomberg se enmarca en el clásico formato 6×6 de la Hasselblad. Su ojo sobrio y documental privilegia la composición, los contrastes de luz y sombra, las líneas de fuga y el lenguaje de piedras y cuerpos. No juega aquí la alta velocidad que captura alguna acción frenética sino el pulso firme que absorbe el tiempo lento y pausado de una ciudad todavía artesanal, con pocos automóviles y algunos burros de carga, poblada de paisanos de sombrero, indígenas y mujeres de falda larga o chalina.
Las fotos se acompañan por textos ágiles, informativos de Fabián Patiño, que recrean la atmósfera que rodeaba a cada serie de fotos. Así, las palabras ayudan a que la lente del aventurero fije para siempre en un libro la ciudad que lo capturó desde la primera vez que puso el ojo en ella.