Incluso -o a pesar- de su traducción al español, la prosa del irlandés John Banville (Wexford, 1945) es conocida por desplegar una cadencia y un vaivén sin igual, por generar casi una especie de marea propia. Es que Banville, reputado mayoritaria y casi unánimemente como uno de los más sólidos estilistas de nuestros tiempos, es también un esteta irremediable y recalcitrante, una especie de obsesivo y minucioso joyero de las palabras. Sus novelas, célebres también por ciertas porciones de dificultad y de corrosivo humor negro que coquetea con el cinismo, están construidas en densas capas que a menudo incluyen laberintos, cambios de voz y variaciones de ritmo de narración.
En su calidad de irlandés, además, afirma haber vivido los avatares de la religión católica, en particular el sentido de la culpa y la omnipresencia de los dioses. En ‘El mar’, su novela más personal y en la que lidia con los recuerdos y con la inocencia de la niñez, escribió“Se marcharon, los dioses, el día de la extraña marea. Las aguas de la bahía, toda la mañana bajo un cielo lechoso, habían crecido y crecido, alcanzando alturas inusitadas, las pequeñas olas inundaban una arena reseca que durante años no había conocido otra humedad que la lluvia y lamían las mismísimas bases de las dunas”. O fíjense en esta frase, pronunciada por un asesino confeso que procura argumentar la lógica de su crimen: “El remordimiento supone la esperanza del perdón y yo sabía que lo que había hecho era imperdonable… El acto estaba cumplido y los gritos de angustia y arrepentimiento no lo revocarían”. (El Libro de las Evidencias) Todo lo anterior de un escritor que considera que la construcción de la frase es el mayor invento de la civilización occidental.
Aunque Banville dice avergonzarse de sus propias novelas -desearía poder pasar las manos por las vitrinas de las librerías y borrar las páginas de sus libros- de su pluma han salido extraños y memorables personajes, casi siempre en conflicto con las reglas de lo políticamente correcto, como el curador de arte (homosexual y aficionado a la ginebra) que hace las veces de doble espía, o el célebre matemático que rememora su vida licenciosa mientras espera la muerte en estado de coma en una casa de campo. Por todo lo dicho antes, el propio Banville consiente (me remito a una entrevista que le dio hace un par de años al Paris Review) en que lo suyo es una responsabilidad con la belleza del lenguaje, por encima de la trama y por encima de casi cualquier otra cosa. Dice amar su oficio. Dice que si, al final de un día de trabajo, tiene un rato libre lo invierte en escribir un par de frases para mantener la forma. Se describe a sí mismo como un “grafomaníaco”.