Cuando el doctor Ponce llegó al poder, yo era un adolescente retraído y no prestaba mucha atención al acontecer de la vida pública porque me interesaba más la poesía y estaba descubriendo a los decapitados. Creo recordar, sin embargo, que el flamante jefe de Estado, siguiendo una vieja costumbre ecuatoriana, atribuyó a su predecesor la causa de todos sus problemas afirmando algo sobre su sensación de no haber sido elegido como presidente de un país, sino como síndico de una quiebra.
Aunque el señor Moreno ya ha permanecido un año y medio en su cargo, imagino que podría decir algo parecido, porque los análisis de los economistas que son consultados por los medios, independientemente de sus afinidades ideológicas, coinciden en señalar que la situación de nuestras finanzas, derivada del derroche de la década anterior, es ya insostenible. Una deuda gigantesca recibida en herencia, que a pesar de todo sigue creciendo; un déficit descomunal que nadie es capaz de reducir; un gasto insensato en salarios de una pesada burocracia, y unos ingresos escuálidos a causa de nuestra empequeñecida producción, amenazan con dejar sin fondos a lo que más importa: la salud, la educación y la seguridad. Si esto no configura exactamente una quiebra, no sé lo que podría significar. Solo que no se trata de la situación de una empresa privada, sino de un país, y los países no quiebran. Solo les queda someterse a leoninas condiciones impuestas desde fuera, cuando no ser sacudidos por estremecimientos de las sublevaciones.
Pero aun peor es la bancarrota moral en que ha caído nuestra vapuleada república. Un vicepresidente condenado a la cárcel y su sucesora suspendida y renunciante para hacer frente a la lupa de la Fiscalía, con toda la vergüenza que nos causan, no son sino la punta de un iceberg tan descomunal como la deuda externa. Los indicios de contratos dolosos, sobreprecios, coimas, peculados y enriquecimientos milagrosos se multiplican todos los días, e inesperadamente se denuncia a quienes con más diligencia han perseguido la verdad en esos casos. Entre el raterillo que arrebata el celular a un desprevenido transeúnte y antiguos funcionarios de relumbrón, que visten trajes finos y hacen citas de negocios en los hoteles de lujo, parecería que la diferencia no es de sustancia sino de grado. La mentira dicha con cinismo es la moneda corriente de la vida pública, y los jóvenes que aún no se han contaminado huyen de la política porque consideran que incluso esa palabra es solamente un sinónimo de abuso, robo, falsía y absoluta desvergüenza. Parecería que las reservas de honestidad que aún tenemos son ya muy pequeñas para hacer frente a la corrupción generalizada, y que los honestos tuviesen que chapotear sin término en un lodazal con aguas descompuestas, haciendo esfuerzos para no desmayar a causa de una hediondez insoportable. ¡Cuánto me duele mi país!