Acabo de sobrevivir a no sé cuántos vuelos en menos de un mes. O miento, porque sí lo sé, cómo podría olvidarlo: fueron seis, dos de ellos cruzando el mar para ir y volver. Todos perfectos e inobjetables, gracias a Dios. Pero no hubo ninguno del que no me bajara con la promesa con que me bajo desde hace años: “No me vuelvo a subir en esto jamás.
Es una promesa que uno nunca cumple, porque además se pronuncia o se piensa en medio de ese estado de gracia que experimentamos los aerofóbicos del mundo al aterrizar, cuando sentimos que la vida nos ha sido devuelta de golpe y que es como si volviéramos a nacer. Como si nos fuera dado empezar otra vez, con nuevos planes e ilusiones y energías. Quienes lo han vivido, por absurdo que parezca, me darán la razón: es volver a nacer, tal cual. Así se siente.
Lo confieso sin ninguna vergüenza, al revés: hago parte (o hacía: eso quiero pensar) de esa legión multitudinaria, quizás la más grande y sufrida del mundo de viajeros que se suben al avión muertos de miedo. Temblando, y la cabeza plagada de oscuros presagios: que las nubes están cerradas, que está lloviendo y hay truenos; que en el vuelo va una monja. ¿Será que me devuelvo? Qué hago yo aquí, quién me mandó.
Los aerofóbicos tenemos un radar para reconocernos al instante entre nosotros, dándonos con la mirada de angustia un mutuo consuelo. Esa solidaridad de cuerpo florece sobre todo en las salas de espera, donde la gente, en el colmo de la indolencia, sigue la vida como si nada. ¿No se dan cuenta de la gravedad del asunto? No: nadie se da cuenta, con sus iPads y su serenidad y sus niños corriendo .
Lo mismo pasa dentro ya en vuelo: mientras nosotros vamos exhaustos y sin pestañear piloteando la nave, hay quienes duermen a pierna suelta y con la boca abierta, o leen, o ven películas, o todo al tiempo. ¿Cómo es posible, mientras a nosotros se nos va a salir el corazón? Pues lo hacen, aunque sé que hay muchos que fingen y que son de los nuestros, y que al menor movimiento se pasan de bando y empiezan a sudar y a mirar inquietos para todos los lados.
¿Cuándo me empezó este mal? : El día en que nació mi primera hija. Ese día, uno de los más felices de mi vida, se me acabaron para siempre los años irresponsables de turbulencias risueñas y vuelos sin miedo. Entonces me volví un aerofóbico integral, pegado siempre a la ventanilla para controlar la ruta. Asesorado por pacientes pilotos que me han explicado mil veces cada ruido y cada luz y que no hay nada más seguro.
En estos años he caído muy bajo -o bueno: todo lo contrario, gracias a Dios- y una vez me bajé de “la nave” cuando ya habían cerrado sus puertas. Fue ahí cuando mi amigo Daniel Samper Ospina, muy preocupado, me quiso llevar donde un hipnotizador, pero le dije que le tenía más miedo que a volar. Me matriculó en un curso de una aerolínea para gente como yo. Es como alcohólicos anónimos, pero con miedosos del avión. Y funciona, no saben ustedes cuánto.