A veces me pregunto cuáles son los deberes que justifican el privilegio que tengo de meterme, a través de esta columna, en la intimidad de los que leen. ¿Por qué puedo opinar, juzgar los hechos y a la gente?
¿Es legítimo hacer de la columna una rutina, tal vez un espacio para exhibir la vanidad? O, es, quizá, la arriesgada tarea de buscar un ápice de verdad en el pajar de la confusión universal?
Hace rato ronda en torno a mí la tentación de hacer una autocrítica del columnista, de someter a prueba mis derechos.
Esa tentación se fortalece cuando imagino al hipotético lector abrumado por el irremediable ascenso de la insignificancia, escéptico ante tanta confusión, frustrado en la búsqueda de alguna claridad.
Entonces, me parece que una columna podría transformarse en espacio para que entre el aire libre y la claridad de la mañana, en posibilidad para que se exprese allí la tierra oculta y bella.
¿No será oportuno mirar desde aquí la cordillera e imaginar la pasión y el optimismo que inspiran la vida de la gente que habita entre los repliegues de los cerros o entre el aguaje de los ríos costeños? ¿No debería ser la función de la columna hacer posible el sueño de los otros?
Podría cuestionarse la idea de que la columna sea ventana a horizontes distintos, bajo teorías inspiradas en la acartonada tradición del fruncimiento, o con el criterio de que las columnas estarían reservadas a lapidarios análisis de los hechos, o a la constante búsqueda de las razones del poder.
Por allí se llega probablemente a la seriedad, quizás a la necesaria polémica, pero también al aburrimiento y, lo peor, a ser la caja de resonancia del discurso que, desde siempre, abruma a la República.
¿Que las columnas reflejan la vida pública? No estoy seguro. Pero, además, cabe preguntarse si esa “vida pública” agota la realidad, y si las demás realidades e ilusiones no tienen cabida entre lo que los articulistas decimos con tanta rotundidad. Más aún, creo que es preciso, a veces, poner distancia con la gris confusión de la coyuntura, de lo contrario, se pierde el horizonte y se agota la perspectiva.
Claro está, la columna puede ser sesuda controversia, grito angustiado, espacio de encuentro con el lector que coincide u ocasión de disputa con el que difiere. Puede ser banderilla que hiere de frente y con nobleza, nunca puñalada artera.
No obstante, creo cada vez con más firmeza, que debe ser ventana que permita que entre la brisa que viene de la tierra.
Cuando andan mal las cosas que atañen a la ‘vida pública’, y si el mundo es un torbellino, claro que habrá que hablar de tales asuntos, pero también es obligación de quien escribe explorar más allá de la superficie y encontrar, tras el estruendo de cada día, el país luminoso, diferente y optimista.