Muchas personas, llevadas por disímiles necesidades, concurren a las dependencias públicas para tramitar partidas de nacimiento o cédulas de ciudadanía; reclamos tributarios; problemas laborales, juicios; etc. Esto significa que el ciudadano tiene que efectuar un periplo por distintas instituciones pertenecientes a las diversas funciones del Estado. Pero, usted amable lector, se ha percatado de que en algunos vidrios de los organismos públicos, justo antes del escritorio de ciertos burócratas, se encuentra un cartel atemorizante para que no se proteste ante el servicio a recibir. El anuncio dice: “Código Penal. Artículo 232.- El que faltare al respeto a cualquier tribunal, corporación, funcionario público, cuando se halle en ejercicio de sus funciones, con palabras, gestos o actos de desprecio, o turbare o interrumpiere el acto en que se halla, será reprimido con prisión de ocho días a un mes”.
El poeta Quevedo tenía una frase que siempre es bueno recordar: “No he de callar, ya poniendo el dedo en la boca o en la frente, silencio impongas o amenaces miedo”.
Cuando un empleado público no ejecuta sus labores a tiempo, o solicita al usuario más documentos de los que la ley contempla, o maltrata de palabra, obra u omisión, ¿quién lo sanciona, si entre “bomberos no se pisan la manguera”? Si el ciudadano reclama, sus otros trámites, téngalo por seguro, serán dilatados o negados. Los españoles tienen una frase grandiosa para recalcar que un hecho se dará. Dicen, “¡qué te lo digo yo, joder!”.
Las autoridades nunca sancionarán al agresor en caso de que el ofendido se atreva a presentar una denuncia en contra del burócrata, sea por el trato recibido, o por los gestos o actitudes de desprecio, o por la demora en el despacho del trámite.
La mayoría de funcionarios no tiene aquello que se llama valor, dignidad. El respaldo de ciertos burócratas para actuar despóticamente se encuentra en la seguridad que le da haber obedecido cualquier disposición del jefe o de otra autoridad, aun cuando los pedidos sean ilegales o injustos. Esa indigna sumisión les genera el pan de cada día, que debe tener un sabor amargo, al que se acostumbran con el pasar de las horas.
Los jueces pueden, de acuerdo con el Código Orgánico de la Función Judicial, devolver los escritos ofensivos presentados por los abogados.
Una sentencia sin fundamento, dictada con temor y presión, ¿no es una ofensa? Tanto se habla de los gestos “inmerecidamente” recibidos por el Presidente (tipificados en el artículo 230 del Código Penal), pero ¿quién defiende al ciudadano de los actos de funcionarios públicos que incumplen sus obligaciones? Los burócratas pueden fastidiar injustamente, y el usuario se traga cada “yuca” que recibe de esos prepotentes empleados.