Va tomando más cuerpo en todo el mundo la voz de quienes quieren evitar una nueva guerra en Siria. Pero es más estentóreo aún el grito que condena las atrocidades de Asad y exige que se tomen acciones eficaces para detenerlas. ¿Cómo conciliar ambas posiciones si la intemperancia del Presidente sirio ha vuelto imposible un arreglo negociado que evite el empleo de la fuerza? Resulta difícil creer que las potencias mundiales no hubieran pensado en todas las alternativas posibles -inclusive la destrucción negociada del arsenal químico de Asad- antes de considerar el empleo de las armas. Sin embargo, la iniciativa de Putin cuando parecía inminente la acción militar estratégica anunciada por Obama, sorprendió a todos.
Cuando Obama anunció que el uso de armas químicas por parte de Asad obligaría a los Estados Unidos a tomar medidas para no dejar impune tal conducta y evitar su repetición, se colocó en un callejón cuya única salida era la acción militar. Pero la opinión internacional que casi unánimemente había condenado la violencia en Siria, no se alineó en favor del recurso a la fuerza. La voz del papa Francisco resonó con vigor y alimentó la corriente que propiciaba una solución pacífica. Putin actuó entonces con notable habilidad al ofrecer una salida diplomática al dilema en que se encontraba Washington mientras, al mismo tiempo, asumió el control de la situación y confirmó el renacimiento de la importancia de Rusia en la geopolítica mundial.
Colocar el arsenal químico sirio bajo el control internacional para su posterior destrucción no sería un trabajo que pueda hacerse en pocos días o semanas, inclusive en tiempos de paz. En el ambiente de guerra civil que vive Siria, podría resultar prácticamente imposible. Muchos, con razón, dudan de la buena fe de Asad. Bien podría ocurrir que la propuesta de Putin actúe como una cortina de humo que permita al tirano sirio continuar con su cruel política de represión evitando, al mismo tiempo, la inminente acción internacional. No sería raro que Siria ponga condiciones para aceptar el plan ruso, que podrían referirse al control de las armas nucleares de Israel, por ejemplo.
Mientras se examina cuidadosamente la iniciativa rusa, la presión sobre Siria no debe terminar sino incrementarse.
Ojalá se llegue a un entendimiento que evite el empleo de la fuerza en el Oriente Medio, pero tal eventual solución no puede dejar de lado la necesidad de señalar a los responsables del uso de armas químicas, delito contra la humanidad, y de hacer caer sobre ellos el peso de la justicia internacional. El Consejo de Seguridad de la ONU debería actuar bajo estos parámetros.
Dejar la puerta abierta para que la diplomacia trabaje, con tiempos claramente limitados, es una medida sana, aunque las esperanzas de éxito no sean muchas.