No es fácil envejecer. Especialmente cuando el que envejece eres tú mismo, que tienes que enfrentarte con tus límites y achaques, con tus fuerzas mermadas y tu psicología debilitada… No sólo tú te haces viejo. Son los demás quienes te lo recuerdan cuando te ningunean, cuando profesionalmente te aparcan y tus propios hijos dejan de preocuparse y te toca mendigar tiempo y cariño.
Mi tía Tálida, decidida defensora de sus derechos, que fregó la vida hasta el final a cuantos pudo a fin de mantener su puesto y liderazgo familiar, contaba un hermoso cuento que, a pesar de los años, no he olvidado. Al contrario, lo rememoro con frecuencia cuando tengo que tirar de las orejas a algún amnésico despistado.
Diz que era una familia pequeña en número y en amores. El viejo abuelo, cargado de arrugas y de temores, tenía la tembladera y, cuando comía la sopa, la derramaba sobre la pechera y sobre el mantel. La mujer se desesperaba y le decía al marido: “Mira a tu padre… No trae cuenta lavar y sentirse mal cuando vienen las visitas a la casa”. El marido le decía: “Mujer, mi padre ya es viejito, tenle paciencia”. Pero tanto repitió la mujer su reclamo que, al pobre viejo, decidieron sacarlo al corredor a comer solito su sopa y a rumiar su disgusto. El viejo no se sentía bien y comenzaba a pensar que ya no valía nada y era para todos una carga. Pero un día, el nietito, que lo amaba, le dijo: “No se aflija, abuelo. Mañana, cuando esté solo en el corredor, deje caer su tazón de sopa y rómpalo en mil pedazos”. Así lo hizo, y cuando todos salieron a ver qué pasaba, el nieto se adelantó y habló el primero: “Abuelito, ¿qué ha hecho? ¿Cómo es que ha roto el tazón? El día de mañana, cuando mis padres sean viejos y yo los saque a comer al corredor, ¿en qué les voy a dar la sopa?”. Al día siguiente, el viejo volvió a sentarse a la mesa…
Frecuentemente, se me viene el viejo cuento cuando recorro los carreteros de mi querida Loja y visito nuestros pueblitos, a golpe de hueco y de chivo, por donde no ha llegado todavía la revolución vial. Veo a los viejos tendidos al sol y rendidos al tiempo, inevitablemente solos y abandonados… Viéndolos, siempre me pregunto: “¿Por qué una madre saca adelante a cinco hijos y cinco hijos no sacan adelante a una madre?”.
Quizá los hijos están lejos, enredados en mil cosas, ausentes del sufrimiento, frágiles de memoria, deudores de intereses inmediatos… Dicen que no tienen tiempo… ¿Cómo no justificarse si hay razones ? La emigración, el trabajo, las distancias, el vértigo de la vida moderna nos roban el tiempo y el corazón. El evangelio nos previene a fin de que el corazón de carne no se convierta en corazón de piedra. La razón nunca podrá ocultar la verdad: las arrugas, profundas como los surcos de la tierra, todavía pueden fecundar la vida en la distancia, cuando uno recuerda las manos, los labios, la mirada, el dulce eco de las palabras. Dicen los sabios que ahí, en la memoria, están las raíces de la identidad y de la pertenencia, las que nos consienten ser y crecer como personas.