Treinta y siete años después, Ferdinand Ries (alumno, secretario y finalmente amigo de Beethoven) escribió entre sus memorias del gran músico que en mayo de 1800 llegó a Viena Daniel Gottlieb Steibelt (1765-1823), decidido a conquistar la adoración de la ciudad imperial como ya había conquistado la de París. Venía precedido no solo de su fama de concertista virtuoso e imaginativo, sino de una apreciable obra sinfónica; pero sobre todo venía armado de una ambición de gloria y una vanidad que eran capaces de beberse el mundo entero.
Sin perder tiempo, Steibelt desafió a Beethoven a un duelo musical que tuvo lugar en el palacio del conde Moritz von Fries. El músico de Bonn –que había conquistado ya la admiración de una exigente sociedad como era la vienesa, cuya vida giraba en torno a la música y el teatro lírico–, no iba detrás de su rival en cuanto a orgullo y ambición de gloria. Resuelto a triunfar, tomó un terceto de Steibelt, compuesto para piano, cello y flauta, puso la partitura de cabeza sobre el atril del piano, y señaló al azar cuatro notas que correspondían al cello. Con esas cuatro notas empezó a desarrollar febrilmente una serie de variaciones improvisadas, ora trazando caricaturas musicales, ora alcanzando expresiones de profundo lirismo, de modo que Steibelt, furioso, abandonó el palacio y la ciudad, sin intentar siquiera un ejercicio de improvisación. Jamás regresó a Viena, y aunque no dejó de alcanzar gran aceptación en San Petersburgo y en París, su nombre terminó por olvidarse.
En cuanto a Beethoven, que a esa fecha ya había compuesto su primera sinfonía, y otras obras de cámara, las cuatro notas que tomó al azar de una partitura ajena que había puesto de cabeza, no se borraron de su prodigiosa memoria musical: en 1804 volvieron a aparecer en la Sinfonía Eroica, bajo la forma de pizzicatos que dibujan el tema y marcan el comienzo del cuarto movimiento, una de las inigualables joyas de su arte musical.
Aparte del escrito de Ries, ninguna otra fuente menciona este singular episodio. Hay quienes dudan de su veracidad, porque sus minuciosas pesquisas históricas les han demostrado que Beethoven tocó en Buda (Hungría) el 7 de mayo de 1800, y Steibelt estaba en la capital de los zares. Puede ser, pero ¿qué importa? Muchas son las anécdotas relativas a la inaudita capacidad de ejecutante e improvisador que tenía Beethoven; pero creo que su virtuosismo es el menor de todos sus méritos. Incluso si el episodio contado por Ries no fuese verdadero, nadie podrá quitarme el placer que me ofrece la Eroica –obra que no solo alcanza niveles apoteósicos, sino que debe ser siempre señalada como un punto de quiebre: por las novedades que trajo en su tiempo, con ella concluye el período clásico y se inicia el romántico; sin ella, nada de la música posterior habría sido posible. Ni siquiera los Beatles.
Moraleja: los dioses caídos nunca podrán permanecer en la memoria colectiva.