Cuando hace ocho años Juan Manuel Santos ganó las elecciones presidenciales en Colombia, los temores de que la guerra colombiana no tendría fin eran generalizados. Sus antecedentes como ministro del presidente Álvaro Uribe presagiaban radicalización. Su paso por el ministerio de Defensa de Colombia era el de un radical que combatía a los movimientos irregulares de Colombia a sangre y fuego, sin un resquicio para intentar otra solución al problema irresoluto de violencia de cincuenta años. Durante su ejercicio ministerial se realizó el bombardeo de las Fuerzas Armadas colombianas al cuartel de las FARC instalado en territorio ecuatoriano en Angostura en el que murió Alfonso Reyes, uno de los principales dirigentes de las FARC.
Su desempeño guerrero en el ministerio de Defensa del presidente guerrero Uribe no auguraba nada bueno para la paz.
En la guerra colombiana pasaban cosas atroces como las de los “falsos positivos”: niños asesinados por los paramilitares -presumiblemente con conocimiento de las Fuerzas Armadas-, que se presentaban a la opinión pública como reclutados por las FARC, sin serlo. ¡Se los asesinaba para desprestigiar el involucramiento de niños y adolescentes en la guerrilla!
En honor a la verdad hay que reconocer que su ejercicio en la presidencia desvirtuó los peores presagios. Buscó la manera de que Colombia superara la violencia. Propuso dialogar y encontrar una solución duradera, no exenta de riesgos y amenazas. Planteó superar las enormes diferencias existentes entre quienes tenían conceptos y métodos de vida radicalmente distintos. Entre quienes se habían agredido a sangre y fuego, causando muertes, heridas y división en familias enteras. Con perseverancia conversó y negoció, porque nadie creerá, de buena fe, que esas diferencias pueden superarse sin negociación, sin cesión de lado y lado, sin olvidar agravios y atrocidades cometidas por las partes en conflicto.
A pesar de la feroz e irracional oposición de su mentor, el expresidente Uribe, el presidente Santos logró el Acuerdo de Paz que no podía dejar satisfechos a todos: críticos acérrimos que en los dos lados creen, hasta hora, que nada se debía ceder o que se había obtenido poco, común denominador de situaciones en las que las posiciones han sido irreconciliables.
Ahora Colombia vive otra realidad. Ya no sufre guerra entre hermanos. Las FARC se han convertido en partido político -con muy poca suerte- en un proceso en que es indispensable que se incorporen a las actividades civiles y políticas para que al Acuerdo de Paz funcione. Los que siguen en armas tienen otras miras: sustancialmente proteger a los narcotraficantes.
Si el presidente Duque actúa con la visión y apertura de Santos, acordará la paz con el ELN y pasará a la historia como quien consolidó la paz en Colombia, que al Ecuador tanto conviene e interesa. Y la historia le reconocerá, como, en honor a la verdad, lo hará con Juan Manuel Santos.