“¿Por qué el amor genera tanta violencia?”. Es la pregunta que se hacen las protagonistas de “Ellas hablan” (Women talking), la película, dramática e inquietante, de la canadiense Sarah Polley. La película tiene una rabiosa actualidad. Habla de mujeres que sobreponiéndose a la dictadura del miedo nunca dejaron de soñar que podían vivir se otra manera, que podían saborear la libertad.
La violencia que padecemos no nace del amor, sino del odio. Un odio que todo lo contamina y que, poco a poco, va volviendo tóxica nuestra convivencia, tanto social cuanto política. Parece que todo vale con tal de suprimir al contrincante, al pobre otro cualquiera que sea. Cualquiera puede morir; cualquiera puede matar, incluido un niño de catorce años, incapaz de distinguir el bien del mal. Cuando se llega a este punto, la violencia destruye a la víctima y al victimario. No me refiero sólo a la muerte moral (los asesinos, moralmente, hace tiempo que murieron); me refiero al hecho de que aquellos que a hierro matan a hierro mueren; quien trunca la vida del otro acaba con la propia vida antes o después, víctima de sus propios excesos. Lo cierto es que cualquier niño ecuatoriano merece un futuro diferente al sicariato. Un país que produce tantos sicarios, cada día más jóvenes y violentos, tendrá que preguntarse qué clase de país está construyendo y qué futuro le espera.
Es triste decirlo, pero hoy el Ecuador huele a violencia, a vida desalmada, a estado fallido. Me duele porque amo a este país que me acogió de forma generosa durante más de treinta años; me duelen los que mueres y los que matan; me duele el dolor de tanta gente buena que sufre acurrucada en el fondo de una barca que hace agua y navega a la deriva.
Hace tiempo que la política perdió el rumbo, el único capaz de dar razón de tan noble oficio: buscar el bien del pueblo, su vida digna, tranquila y en paz. Lo importante no es inclinarse ante el poder y el dinero, sino servir y amar al Ecuador.