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Con extraña sincronía, varios conflictos han sacudido a nuestro continente y han puesto de relieve que las apariencias de tranquilidad democrática de nuestros países, hasta hace poco no hacían sino encubrir la fragilidad de unas sociedades atravesadas por la inequidad y el desamparo. Incapaces de superar la herencia de los viejos colonialismos y de su régimen de exclusiones y privilegios, nuestras democracias han vivido maniatadas por élites ineptas, extranjerizantes o corruptas, atravesadas por caudillismos y constituciones mentirosas, y han acostumbrado a nuestras sociedades a mirar como su único futuro el presente de las sociedades poderosas.
En cada generación, sin embargo, siempre hubo un grupo que se consideró a sí mismo el llamado a rehacer la organización social desde su base. Sus avatares fueron acumulándose en una historia de frustraciones sucesivas, y cada una no hizo sino agravar el legado de injusticia y desesperanza. Quién sabe si lo que ahora estamos contemplando es al fin el despertar de los pueblos que se sienten capaces de tomar en sus manos una historia que hasta hoy ha sido ajena, o es apenas otro movimiento condenado a seguir el mismo rumbo hacia el fracaso.
Para no serlo, para sortear el escollo de las suspicacias, insidias y cegueras que se les pueden oponer, es necesario ir más allá de lo inmediato: pueblos y gobiernos deben comprender que la humanidad entera se encuentra en su hora crítica, y que el presupuesto, los impuestos y subsidios, no son sino el síntoma pasajero de un problema mayor, ligado a la irracionalidad de un sistema político que ha humillado a la inteligencia poniéndola al servicio de la opresión, y que ha logrado hacer de cada individuo una víctima de su propia y engañosa libertad, sometida en realidad al poder invisible de entidades abstractas, como la Técnica, la Burocracia o el Poder, pero sobre todo el Mercado, convertido en la única instancia de validación de lo humano.
Yo no sé si una comprensión semejante ha estado al alcance de todas las personas que, en Quito, en La Paz o en Santiago, han salido a la calle para gritar hasta que se les desuelle la garganta, mientras las piedras y los gases llenan el aire estremecido. Mientras las miro he pensado que también mi generación fracasó en su intento de transformar la sociedad, pero alimento la esperanza de que en las nuevas generaciones haya más sensatez que en la mía: la necesaria, al menos, para entender que ya no se trata de “salvar el mundo”, sino de luchar contra la mediocridad de todos los poderes, contra el odio, contra el racismo, contra la destrucción de la naturaleza, y luchar contra las luchas que solo buscan la venganza. Nuestra tarea es la justicia: es necesario conquistarla antes de que su ausencia sirva de pretexto a los falsos socialismos con vocación totalitaria, condenándonos a la imitación servil de ideologías extenuadas que confunden la libertad con el destino.