Estimulado por la reciente reedición del primer libro de Juan Valdano, me he puesto a releer a Camus después de mucho tiempo. Esta vez no he querido empezar por sus ensayos ni por sus novelas: he dado prioridad a su obra dramática, que es el acervo menos comentado de la obra camusiana.
Avanzando entre viejas anotaciones al margen, la mayoría de las cuales me parece ahora sin sentido, he ido penetrando en el texto sobrecogedor de “Calígula”, que por cierto no tiene nada que ver con un filme que pretendió usarlo para su guión, pero solo consiguió despojarle de toda la densidad que lo atraviesa y convertirlo en el pretexto para una infame pornografía inaguantable.
En realidad, se trata de un texto que trata de la libertad y el poder. Estrenado en 1945 en París, bajo la dirección de Jacques Hébertot, la obra plantea los dilemas propios de una sociedad que acababa de salir de los horrores de un tirano enloquecido, cuya sed de poder le llevó a pensar que su propia libertad dependía de la esclavización de todos los demás. Vivas y abiertas estaban en el cuerpo y el alma de la sociedad europea las heridas que a lo largo de doce años habían marcado los hitos del ascenso, el apogeo y el desastre de los horrores hitlerianos: frente a ellos, las conciencias libres habían mantenido en alto la fe en la libertad y en la capacidad humana para rehacerse después de todos los agravios.
“Este mundo, tal como está, no es soportable” –dice Calígula, y continúa: “Así que necesito la luna, la felicidad o la inmortalidad; algo que quizá sea descabellado, pero que no sea de este mundo”. Tal es la motivación del tirano: convertir en soportable lo que por sí mismo no lo es; pero no convertirlo para todos, sino para él solo, y conseguirlo empeñándose en la búsqueda del imposible. Lo dice con frialdad y pone énfasis en el rigor lógico de su razonamiento: sus palabras tienen sentido, en efecto, pero carecen de virtud y nos recuerdan que no basta lógica interna de las ideas: los seres humanos necesitamos la bondad aun más que la verdad.
Para resolver los problemas del erario público, Calígula decide que todos los patricios romanos deben desheredar a sus hijos y testar a favor del estado, y luego ordena asesinarlos. Gobernar se convierte entonces en un desenfrenado derramamiento de sangre, al cual se añade el abuso de todas las mujeres de los miembros del senado con el fin de humillarlos. Tantos desafueros no podrán tener sino un fin, que empieza a perfilarse cuando ha pasado ya la mitad de la obra pero se consuma en el último acto: no obstante, incluso cuando ya se oye el tropel de los conjurados que se acercan en medio del ruido de sus armas, Calígula no cree que la muerte se aproxime, pero reconoce que no ha sido feliz: “Bastaría que existiera el imposible –dice en tono de lamento− Lo he buscado en los límites del mundo […] Mi libertad no es buena.
¿Nada! Nada aún. Qué pesada es la noche…” Y al final, bajo los golpes de los puñales de la vindicta, exclama todavía: “¡Aún vivo!”.
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