La vida es una acumulación de nostalgias. Es un bolso que se va llenando con gente, lugares, oficios y todo tipo de maravillas que un día están al alcance de la mano y de repente se hunden en el fondo del bolso, allá donde la mano ya no llega.
Hoy envío una maravilla más al fondo del bolso, a ese espacio sin tiempo ni distancia, a aquel lugar donde solo la memoria puede entrar.
A partir de hoy, esta columna de opinión estará allá abajo, arrinconada al lado de ese mágico pueblo colonial que me hospedó por tres años, frente a aquel amanecer en la copa de un ceibo en el Yasuní, pegada a los partidos de vóley en El Ejido y junto a ese parque nacional en el extremo sur de Chile.
La nostalgia es una constante de la vida. Y, sin embargo, uno no la entiende. No sabe cómo recibirla, cómo manejarla, cómo decirle que se vaya rápido, que le deje en paz.
Contra ese sentimiento lucho en este momento. Y me va mal. La melancolía me dispara balas de plomo, mientras yo me defiendo con arco y flecha. No logro pensar en algo distinto a la columna que hoy envío al fondo del bolso ni desprenderme de la tristeza de esta pérdida.
Conocí a esta columna un primero de mayo del 2008. Y me encantó. La veía cada 15 días; era perfecto porque así se dejaba extrañar. Esa visita quincenal se convirtió en la mayor ilusión de estos dos años.
Ahora tengo que despedirme de ella, y agradecer a toda la gente que algún día volteó la mirada a este lado de la página y, en particular, a EL COMERCIO, por haberme concedido el privilegio de pensar en voz alta en este espacio.
En algún momento de la vida –que ojalá llegue pronto–, uno trata de volver a coger los objetos del fondo del bolso, en lugar de seguir buscando nuevas experiencias. En vez de leer algo nuevo, uno solo piensa en releer. Ya no quiere un toro más, sino aquel muletazo templado que le dio a ese animal bravo de hace años.
Algún día, más que descubrir nuevas maravillas, uno solo quiere volver a sentarse, en silencio, frente a esta pantalla en blanco, una vez cada 15 días. Uno solo anhela tomar nuevamente ese camino cargado de preguntas, no de respuestas. Porque eso es la escritura: una expedición al interior del cerebro, un viaje en el que, parafraseando a Rosa Montero, se ataca al prejuicio propio, a todas esas ideas heredadas y no contrastadas, un magnífico ejercicio de reflexión.
Hay una fecha en la que uno solo busca tener lo que siempre quiso tener: la vida académica de ese mágico pueblo colonial, ese beso al amanecer en la copa de un ceibo en el Yasuní, ese par de amigos con los que jugaba vóley en El Ejido, el viaje con el hermano a un lugar inimaginable en la punta del continente y la ilusión de sentarse a escribir una columna de opinión.