Joaquín Roy
El enemigo no es Bruselas: es Europa. Lo ha señalado nítidamente el llamado Estado Islámico al atacar, más que el aeropuerto de Bruselas, una estación de metro de estilo ordinario. Maelbeek no es solo una parada del sistema de transporte subterráneo de Bruselas. Aunque el simbolismo podría haber sido más dramático si los terroristas hubieran elegido la vecina estación Robert Schuman, quizá las condiciones de seguridad mayores les disuadieron.
Lo cierto es que se trata del corazón simbólico de la Unión Europea (UE). Por allí pasan a diario miles de funcionarios de las tres instituciones comunitarias, el Consejo, el Parlamento y la Comisión. El ente supremo de la UE representa los sacrosantos intereses de los estados miembros, que desde el estallido del terrorismo y el drama de los refugiados han capturado la disciplina de la organización. El Parlamento, que defiende los valores de los ciudadanos, se siente desplazado en hacer sentir su voz. La Comisión, que controla el capital constitucional de los tratados, se ha plegado a los deseos de los estados.
Lo cierto históricamente es que la UE ha sido un éxito espectacular que ha garantizado durante décadas lo que no existió en Europa durante siglos: estabilidad, paz, progreso, justicia. Así lo han señalado y han demostrado con sus acciones recientemente los miles de inmigrantes y refugiados que han optado, contra todos los obstáculos, por acudir al refugio de Europa y la UE. Esos miles están dispuestos a asumir cualquier riesgo y pagar cualquier precio para ubicarse bajo la protección de uno de los pocos sistemas en el planeta que les pueden garantizar lo que anhelan.
Este detalle lo detectan los terroristas que han identificado por fin el enemigo último de sus acciones. No son los estados, sociedades nacionales, gobiernos, capitales individuales que ya han sido víctimas de su odio, sino un ente que tenazmente reclama reconocimiento. La UE todavía tiene todo el potencial de constituirse en un escudo efectivo no solamente para garantizar la supervivencia de Europa como civilización sino de presentarse como agente efectivo de la eficacia práctica de sublimar los anhelos de los propios ciudadanos. Al mismo tiempo, da la razón a los que desde el exterior quieren ubicarse bajo su protección.
Los terroristas han ejecutado acciones que hasta ahora han tenido unos objetivos nacionales para provocar, con éxito, la reacción nacionalista y autoprotectora de los gobiernos temerosos de perder su soberanía nacional. El ataque a la emblemática estación de metro, cordón umbilical de las instituciones, es un mensaje cristalino: el enemigo no es el Estado.
En lugar de desmontar Schengen, se requiere un sólido tratado, interno y externo, que garantice la libre circulación de ciudadanos y visitantes. Se debe fundar una fuerza supranacional que supervise el funcionamiento de las fronteras. Se necesita más Europa, no menos.