Parece que, ahora sí, el combate a la violencia en los estadios va en serio; pero hay un incómodo énfasis en el aspecto mediático que hace pensar que este esfuerzo, necesario y urgente, también estará al servicio de la profiláctica imagen oficial.
Repasemos. Se retiraron las mallas en el Atahualpa (con rueda de prensa para lucimiento de los políticos) antes de poner todas las cámaras de seguridad. Debió ser al revés. Luego, se elaboró una serie de restricciones para que los hinchas no lleven, por ejemplo, pancartas con “expresiones que ofendan a la barra contraria –correcto-, a instituciones públicas y privadas y a personas naturales o jurídicas”.
¿Instituciones públicas?, ¿personas jurídicas? Es una manera elegante de advertir que la protesta pública también está prohibida en las gradas.
Luego, están los abstractos lemas de la campaña.
“Jamás confundas pasión con violencia”. ¿Pasión? ¿Nos van a imponer una definición de la pasión, algo que cada uno la vive íntimamente y que es legítima mientras no agreda a nadie? ¿Ya no hay cómo enojarse, pedir la salida del técnico, reclamar a los jugadores? ¿Solo se permite gritar: ¡hip hip, hurra!? ¿Hubiera sido mejor que el lema fuera: “No le rompas la cabeza al rival si tu equipo pierde”. Eso es más concreto y más real.
También se está charlando poco a poco con los líderes de las barras, cuando lo que debe hacerse es infiltrar a esos grupos, identificar a los violentos, reprimirlos y prohibirles la entrada a los estadios. Las barras están articuladas a una lógica que va más allá del club y se necesita la acción de Inteligencia, no una invitación al Sweet & Coffee.
Finalmente, hace falta una buena lección de nobleza, pero una de verdad. El Ministro del Deporte puso fin a su carrera de jugador de manera violentísima: esperar a su último partido para ajustar cuentas con un árbitro. Si el Ministro se reconciliara en público con ese juez, quizás los jóvenes tendrían un impactante ejemplo de que el discurso de paz en el deporte es sincero.