El fútbol desde un tiempo a esta parte se ha transformado en un fenómeno social superlativo, y se ha fundido hasta con la identidad de los propios países.
Esto transforma lo que debería ser un deporte profesional donde se puede perder ganar o empatar, pasando a ser un tema nacional que después se convierte de vida o de muerte. Digo esto porque la identidad es algo que creemos muy nuestro, es lo menos nuestro, pues pasa por la mirada del otro y cada Selección Nacional se transforma en un espejo de los ciudadanos, que son juzgados por un tercero fantasmal que contempla el panorama.
La paranoia se instala en el imaginario social y lo que debería ser una fiesta se transforma en una desgracia.
¿Qué estructura de personalidad puede soportar el pasar de héroe a villano en un segundo? Cuánto juega ese desequilibrio emocional en el desempeño o eficacia del futbolista? Cómo se logra pasar de la frustración a la satisfacción otra vez? Para esto hay un solo camino y es colocar esa energía que ha perdido al objeto donde se focalizaba el deseo en el próximo partido. Pues ya no queda tiempo, usualmente son pocas las horas para recuperarse emocionalmente.
La cara de Lionel Messi, que evidenció en el partido ante Colombia, el miércoles, lo decía todo. Pero es probable que el fútbol le gane otra vez a la insatisfacción del hincha y se repita una historia de cuentos de hadas con un feliz final. Estas palabras se sustentan porque en el fútbol nunca está dicha la última palabra y como siempre: la voz de los resultados, que es determinante en este oficio, sonará más fuerte que la de los protagonistas, que son los futbolistas.