Se había despertado exaltada esa noche, con un sueño estremecedor. Soñaba que su ropa se veía manchada de rojo, sangre. Sudando fue al baño, se enjuagó el rostro y se acostó de nuevo.
Se vistió de blanco y luego de desayunar salió hacia la universidad, como cada miércoles. Caminó cuatro cuadras y arribó a la parada de bus. Se subió a la unidad y escuchaba música durante todo el trayecto. Le extrañó que dos hombres jóvenes la miraran constantemente desde los asientos opuestos al suyo. La observaban de arriba abajo, de pies a cabeza: su blusa escotada, su falda blanca, sus piernas tenues. Les restó importancia, estaba más que acostumbrada a que la miraran con perversión como a casi todas las mujeres.
Descendió del autobús, y caminaba a prisa, iba retrasada al primer turno de clases. Detrás andaban a corta distancia los dos hombres, caminaban más a prisa a cada paso. Era temprano, antes de las 7, poca gente transitaba. Comenzó a sentir miedo, temblaba y apuraba cada vez más el paso, casi corría, los perseguidores hacían lo mismo. Al doblar en la siguiente esquina, la agarraron de la mano. En el callejón la viraron de espalda, la apretaban contra una pared, manoseaban su piel, la tocaban; ella lloraba. Se resistía, luchaba. No gritaba, en aquel desolado callejón quién la iba a escuchar. Por su mente, circulaban varios pensamientos, las lágrimas la inundaban. Sus captores entre improperios sexistas abusaban de ella. Reían con villanía, los dominaba la ira, el deseo perverso, la infamia.
Enredada en las sábanas se asustó. El golpe contra el suelo la despertó de un tajo. Se había caído de la cama, a causa de la pesadilla. Esta vez se había salvado, solo era un sueño malo. Pero es consciente de que esos sueños se hacen realidad a diario en las calles y casas. Asintió aliviada y volvió a la cama.