Una vez declarado inocente el coronel Carrión, ¿no debería recibir disculpas de sus acusadores? Luego de encarcelarlo injustamente, después de provocar sufrimientos innecesarios a su familia (también sufren los hijos de los subalternos) por el “enorme pecado” de haber declarado a la CNN, ¿no quedará algo en la conciencia de quienes le persiguieron con rabia, buscando convertirle en el chivo expiatorio del 30-S? Aseverar que el Presidente nunca estuvo secuestrado indigestó a “su serenísima majestad” y motivó la ira irrefrenable que trajo consigo injusticia.
Más allá del desenlace judicial, favorable a Carrión, de su lento peregrinar por cárceles y juzgados, lo ocurrido constituye un pasaje vergonzoso de nuestra historia, ejemplo inadmisible de abuso y manejo arbitrario del poder.
Buscar el sometimiento de un ser humano mediante el agravio público, castigarle por expresar sus propias opiniones, privarle de la libertad, no parecen prácticas propias de regímenes democráticos del siglo XXI, sino de algún atávico gulag perdido en la historia. El subalterno, otrora desobediente, hoy inocente, podría hacerse eco de las palabras de Erich Fromm, “El acto de desobediencia, como acto de libertad, es el comienzo de la razón”.